«Entre los más bellos y refinados jardines que hayan existido jamás en España». Esta afirmación categórica define una de las grandes joyas olvidadas de Extremadura. Los cronistas de la época no dudan en catalogar este paraje como uno de los más esplendorosos del renacimiento. Sumergida en el Valle del Ambroz, Abadía, una localidad de apenas 300 habitantes, guarda con timidez uno de los mayores vestigios de la ostentación de las casas nobles del siglo XVI con una zona verde solo equiparable en la memoria a la magnificencia de Versalles -salvando la época-.

El palacio de Sotofermoso sobrevive a la etapa en la que fue considerado uno de los espacios más cotizados para la alta alcurnia en Europa. Fernando el Católico pasó allí sus últimas navidades antes de morir en Madrigalejo un mes después -historiadores aseguran que fue en este palacio donde el monarca acordó el testamento que luego rubricó en Madrigalejo-, Juana La Loca, Felipe II o Carlos V pasearon por los jardines de Nápoles y recorrieron las estancias de palacio, alejados del bullicio. Incluso Garcilaso y Lope de Vega retrataron su estancia en las instalaciones a través de sus versos. Iban a buscar inspiración y a alejarse del mundanal ruido que nublaba su creación y sus amoríos.

El espacio luce ahora con «parches» que nublan un pasado mejor, solo quedan restos de sus ostentosas estatuas y del jardín solo quedan rescoldos de las hierbas, ni rastro del espacio contorneado de arbustos verdes y frondosos. Los Flores, familia que regenta ahora la propiedad que en su momento perteneció a la Casa de Alba, permite visitar el espacio una hora a la semana, los lunes, de 10 a 11.15 horas.

Fue el tercer duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo, apodado el Gran Duque, el impulsor de la reforma que transformó el palacio en el ‘hotel’ de reposo de la alta nobleza y los intelectuales de las fechas. Según pone de manifiesto Sebastián Caballero, archivero y escritor de La Abadía, un centro del conocimiento y de la cultura único en Extremadura, el origen de la espacio es incierto, pero advierte en su documento que «todo apunta a que comenzó siendo una torre o fortaleza sarracena». El palacio pasó al patrimonio de la casa de Alba en 1446 y treinta años después comenzaron las reformas. «Desde 1476 en adelante empezarían las obras que habrían de convertir el monasterio en un verdadero modelo de jardín renacentista y residencia favorita de los duques cuando las obligaciones militares y cortesanas les posibilitaban a los dueños volver a sus estados», relata Caballero en su análisis.

El palacio y los inmensos jardines no tenían otro fin que demostrar el prestigio de uno de los hombres más poderosos de la corte española, fiel consejero de Carlos V y Felipe II. «El duque de Alba intentó recrear en este lugar apartado un contexto histórico que exaltara con alegorías y analogías su personalidad, reflejo de su cultura y vanidad». Tanta era la magnificencia de los jardines que el experto detalla hasta tres niveles en él. Por un lado, el alto, próximo al edificio de palacio -que se usa como gallinero-, el jardín medio, el que mejor se conserva y al que apodaron como plaza de Nápoles, y el jardín bajo, que ahora es una huerta y está orientado hacia el río Ambroz.

La ‘meca’ del Siglo de Oro

Desde esculturas, pinturas, mármoles exclusivos hasta artilugios hidráulicos para conseguir efectos de sonido con el agua. Álvarez de Toledo no escatimó a la hora de reformar la antigua fortaleza. Caballero relata que «sus propietarios no dudaron en adecentarlo y embellecerlo hasta convertirlo en un auténtico edén en el que no faltaba el más mínimo detalle». Fue así como se convirtió en parada obligatoria para los representantes del poder. «Allí se reunieron sus más cercanos parientes y amigos, en las horas de reposo y sosiego, para compartir mesa, para cazar, para escuchar música, para leer poemas, para compartir mesa, para cazar, para asistir a representaciones dramáticas y juegos cortesanos, para bailar», pone de relieve el especialista.

Pero si habrá algo que quedará en los escritos es su legado para la literatura. El palacio «mantenía una tradición literaria que le venía de lejos, era lugar de paso, itinerario imprescindible, disponía de unas condiciones envidiables». Esto conquistó a pasajeros y a los poetas del Siglo de Oro.

La singularidad y la paz que respiraba dio pie a que se creara un retiro cultural de encuentros humanistas para debatir y crear. Este dato lo corrobora el hispanista W.F. King que no duda en señalar que contemporánea a otra de Sevilla es la llamada «academia doméstica» de La Abadía de los Duques de Alba, formada por los amigos del joven Duque Fernando, y entre cuyos asistentes se contaba a veces Garcilaso». Los versos tanto del escritor que legó la métrica italiana a España como Lope de Vega dejaron testimonio escrito de su paso de la residencia de descanso de la casa de Alba en Abadía. Más allá de las inquietudes culturales, el interés del palacio también residía en su localización, nada casual. El investigador Pedro Navascués resalta en su artículo La Abadía de Cáceres: espejo literario en un jardín su vinculación la vía romana de la Vía de la Plata, su presencia en la cañada de la Mesta (XVI) con un puesto real en las mismas instalaciones. Este camino, desde León hasta Extremadura, sirvió de enlace entre las cuencas del Duero y el Tajo y de enlace con Portugal -hasta la desembocadura del río-.

Un palacete por 75 euros

La grandeza con la que se erigía el palacio empezó a decaer a finales del XVIII y a principios del siglo XIX. El gran edificio cuadrado con el patio mudéjar que aún conserva sus arcadas se desprendió de lo que representaban los blasones con el escudo de los Alba. La familia perdía lazos feudales y Caballero data en 1898 la escritura que acredita que el «duque Carlos Stuart vende el palacio y los jardines por doce mil quinientas pesetas». La familia Flores regenta la fortaleza desde entonces: el jardín se convirtió en huerto y las estatuas se almacenaron en las dependencias de palacio. Un hecho que corrobora la exclusividad de las esculturas es que el museo parisino del Louvre se interesó hasta dos veces por las piezas para comprarlas. En las dos ocasiones la respuesta de los propietarios fue una negativa. Unos años más tarde, en 1931, los jardines fueron declarados monumento nacional a la altura de monumentos de La Alhambra de Granada y La Giralda de Sevilla. Y diez años después fue declarado Bien de Interés Cultural.

Ahora expertos en patrimonio como Caballero denuncian la dejadez del espacio y reivindican el rico legado del palacio de Sotofermoso para intereses turísticos. «Sería un incentivo importante para el pueblo, lo ideal sería restaurarlo para convertirlo en motor económico», resalta Caballero. Él como tantos otros sueña con devolver al palacio su época gloriosa.