No ha habido día más jubiloso en la capital de la milenaria Camboya que aquel 17 de abril de 1975. Las crónicas de la época hablan de una muchedumbre aclamando la entrada victoriosa en Phnom Penh de miles de soldados, adolescentes en su mayoría, vestidos de un riguroso negro matizado por un pañuelo colorado. Era el final del infierno, pensaron. El final de una guerra civil de cinco años que dejó un millón de muertos, del contumaz bombardeo estadounidense. Erraron: el infierno acababa de empezar. En los siguientes tres años, ocho meses y 21 días, unos dos millones de camboyanos, sobre un total de siete, murieron ejecutados, por hambre, agotamiento o enfermedades. Casi 30 años después, los jemeres rojos se sientan al fin en el banquillo de los acusados.

Las sirenas sonaron pocas horas después de aquella entrada victoriosa, ordenando el inmediato desalojo de la ciudad. Partieron viejos y jóvenes, ricos y pordioseros, sanos y enfermos. Los incapaces de seguir el paso fueron tiroteados. Era el primer paso en el paraíso agrario , consistente en devolver al país a la edad de piedra. Quedó abolida la moneda, la religión y la familia. Todo pertenecía al Estado. Se fomentaba la delación y el asesinato entre familiares como muestra de obediencia. Fue el experimento de ingeniería social más extremo de la Historia, que dejó en pañales la Revolución Cultural maoísta de China.

Las heridas son evidentes hoy. Es difícil encontrar a alguien mayor de 40 años que no perdiera a varios familiares. Un estudio reciente revelaba que el 93% de los que vivieron en aquellos días se sienten víctimas, y que el 90% quiere ver a los jemeres condenados. Pero el mismo estudio indica que el 85% de los camboyanos ignoran o tienen escaso conocimiento del juicio.

La historia de Ing Mei es habitual. Su pecado fue ser hijo de un empresario. Perdió a su padre y dos hermanos en una cárcel. "Un guardia los cogió y los tiró a la fosa común. Nos daban dos cuencos de sopa con unos pocos granos de arroz. Nos comíamos las ranas y ratas vivas que cogíamos y chupábamos la sangre del suelo para que no nos descubrieran. A uno lo mataron por robar un plátano. Eran adictos a matar. Cuando se aburrían, venían a la celda y elegían a unos cuantos entre risas. El día perfecto era cuando se olvidaban de torturarte: lo dedicabas por completo a recoger mierdas de vaca con la mano", relata Mei.

PRIMER JUICIO Kaing Guek Eav, el camarada Duch , es el primer jemer que será juzgado por crímenes de guerra y contra la humanidad. Dirigió el S-21, el principal centro de tortura. Los supervivientes han confirmado a este diario que nunca mató con sus propias manos, pero que le costaba poquísimo ordenarlo. Es el único responsable jemer que ha reconocido su culpabilidad.

Los otros cuatro que serán juzgados después han negado que supieran de ejecuciones. Son Nuon Chea, mano derecha de Pol Pot; Ieng Sary, ministro de Exteriores; su mujer y ministra de Asuntos Sociales, Ieng Thirit; y Khieu Samphan, presidente del régimen de Kampuchea Democrática. La máxima pena es la cadena perpetua. Los acusados son en su mayoría octogenarios, así que no es excesiva.

"No, no es mucho, pero es lo máximo a lo que podemos aspirar. Quiero que los asesinos de mi familia mueran en la cárcel. Ya me deprimí cuando Pol Pot murió libre", asegura Ing Mei.