Es en los atardeceres cuando Jerusalén honra sus espejismos. Sus piedras se tiñen de color miel, el rugido urbano amaina y un aire de recogimiento se apodera de la ciudad vieja. Se puede intuir entonces la Jerusalén divinizada por las tres religiones monoteístas, el viejo ideal de paz y perfección, plasmado por el arte románico y gótico como la encarnación del Edén. Es esa la Jerusalén mesiánica de los profetas judíos Isaías y Jeremías, el centro del mundo de la cartografía cristiana medieval, y la ciudad donde reposan los ojos de Alá cada noche antes de mirar al resto del mundo.

Pero la realidad se parece muy poco a ese paraíso en la tierra proyectado por las gentes de fe. Jerusalén es el centro de la disputa histórica entre israelís y palestinos, y el foco del último desencuentro diplomático entre Israel y EEUU. Los palestinos aspiran a una porción de la ciudad para convertirla en su futura capital. Pero Israel mantiene que Jerusalén es su "capital eterna e indivisible".

Como antes hicieron otros gobiernos israelís, el de Binyamin Netanyahu no quiere renunciar a un centímetro de ella. Para decantar el pulso demográfico a su favor, se esfuerza por seguir trasvasando población judía al sector árabe ocupado militarmente en 1967, el motivo principal de la reciente fricción con EEUU. Así, aspira a hacer inviable una futura partición, como la discutida sin éxito en las negociaciones de Camp David.

EXODO La ironía es que Jerusalén apenas tuvo nunca valor estratégico ni comercial. Y hoy es incapaz de conservar a las mejores mentes del país. Las élites israelís se van. Huyen de su pobreza crónica, su dogmatismo religioso y ese permanente conflicto. Como escribió hace un milenio el geógrafo árabe Maqqadisi, "Jerusalén es una cuenca dorada llena de escorpiones".

Para el ojo inexperto no siempre es fácil percibir la tensión. Ya no quedan fronteras físicas dentro de la ciudad, dividida por muros y alambradas entre 1948 y 1967, cuando Jordania administró el oriente árabe e Israel, el occidente judío. Pero cada comunidad raramente hace vida fuera de su feudo. "La mayoría de israelís nunca han estado en Jerusalén Este --dice la exjefa de Paz Ahora Gabi Lansky--. Tienen miedo, lo ven territorio hostil".

En la ciudad las leyes son las mismas para todos. Solo rigen las israelís. Pero la convivencia se ciñe a las salas de espera de los hospitales, los parques, algunos supermercados y un par de bares frecuentados por la bohemia de uno y otro lado. Los autobuses son distintos. También los colegios. Hay veces que cada sector de Jerusalén parece anclado en un continente distinto.

El oeste está plenamente asentado en el primer mundo, salvo algunos guetos ultraortodoxos. El este, en cambio, coquetea con el tercer mundo. No hay apenas verde ni una sola piscina pública. La basura se acumula en los rincones y el asfalto está lleno de boquetes debido al ninguneo del ayuntamiento. Los palestinos son cerca del 33% de los habitantes de Jerusalén, pero solo reciben el 10% del presupuesto.

Tampoco hay espacio para acomodar su crecimiento de población. "El hacinamiento en la ciudad vieja es insufrible. No hay intimidad. Los hijos tienen que vivir con sus padres, ya casados y con prole", se queja Mohamed, panadero y padre de seis hijos. "No se van de casa porque es carísimo alquilar, y si te vas de Jerusalén te expones a perder tus derechos", añade. No miente. A los palestinos que viven varios años fuera de la ciudad, el ministerio de Interior les revoca el permiso de residencia. El año pasado fueron más de 5.000.

BATALLA DE LA CIUDAD VIEJA En 43 años, el ayuntamiento no ha construido un solo nuevo barrio para los palestinos. En cambio ha alentado la proliferación de asentamientos judíos, donde viven cerca de 220.000 israelís. La mayoría lo hace en la periferia. Pero la verdadera batalla se libra en la ciudad vieja y los barrios árabes pegados a sus murallas.

Es aquí donde los colonos más fanáticos centran sus esfuerzos, con ayuda de donantes de EEUU y en connivencia con la municipalidad. Arieh King vive en una colonia del Monte de los Olivos y dirige una fundación que compra propiedades a árabes y las vende a judíos. "Un Estado palestino sería una amenaza para Israel. El mejor modo de impedirlo es asentando a judíos en Jerusalén Este", confiesa.

SIN FUERZAS Los palestinos se sienten arrinconados. "Nos hacen la vida imposible para que nos marchemos", dice Hakim, un verdulero de la ciudad vieja, tras referirse al abandono municipal, las demoliciones de casas o la imposibilidad de obtener un permiso de reunificación familiar para los que se casan con parejas de fuera de Jerusalén. Pero pocos tienen fuerzas para lanzar una nueva revuelta. No hay líderes a la vista, ni unidad política ni ganas de enfrentarse a otro lustro de muerte, cárcel y ruina económica. "Nos sentimos muy miserables, abandonados y sin opciones. En un callejón sin salida", opina Hakim.