La industria de Hollywood siempre ha sido conservadora tirando a reaccionaria. Esto no quiere decir, por supuesto, que no haya tenido históricamente personalidades izquierdistas, combativas, progresistas o liberales dentro de la misma industria o en los aledaños independientes (Charles Chaplin, Joseph Losey, Jules Dassin, Dalton Trumbo, Ida Lupino, Joseph L. Mankiewicz, John Huston, Bette Davis, Nicholas Ray, Kirk Douglas, Richard Brooks, Paul Newman, Warren Beatty, Jane Fonda, Robert Redford, John Sayles, Spike Lee y Meryl Streep, por citar solo unas pocas y pertenecientes a distintas épocas).

En este sentido, la maquinaría propagandística en la que también se ha convertido Hollywood ha quedado reflejada en las concesiones de los Oscar. Solo hace falta revisar las películas que obtuvieron la principal estatuilla desde el momento en que Estados Unidos entró en la segunda guerra mundial y todos los estudios se volcaron en la realización de filmes antinazis. En la edición de 1943 ganó La señora Miniver, drama de William Wyler centrado en el papel de las mujeres británicas en la retaguardia durante el conflicto. Al año siguiente se alzó con el Oscar la mítica Casablanca, ambientada en esta ciudad marroquí durante la guerra y concebida a partir de una visión romántica de la resistencia al nazismo. En 1946 repitió William Wyler con Los mejores años de nuestra vida, película sobre la dura rehabilitación social de algunos oficiales y soldados que habían participado en aquella contienda.

‘El cazador’

Similar proceso se ha repetido en otros frentes bélicos. Pero cuando tocó premiar una película que hablara de la guerra de Vietnam, el Oscar recayó antes en El cazador de Michael Cimino (1978), película tan fascinante como ambigua, y en Platoon (1986), realizada por un excombatiente como Oliver Stone que ha hecho de la ceremonia de la confusión ideológica materia de estilo, que en Apocalypse now (1979), relato mucho más infernal y crítico; la película de Francis Ford Coppola fue batida en la ceremonia de 1979 por Kramer contra Kramer, melodrama de buenos sentimientos acerca de un padre separado y la relación con su hijo. La filosofía del Oscar es bastante clara: la nominamos y al mismo tiempo la castigamos sin premio porque da una imagen demasiado dura de la participación estadounidense en Vietnam.

Lo dicho, el ala conservadora de la Academia siempre ha tenido más fuerza que la progresista. Eso es algo que se repite pese a que en los últimos años han sido laureadas películas de contenido social y se emplee la fiesta de los Oscar para reivindicaciones de todo tipo. Ahora es la conveniencia de que hayan más nombres afroamericanos en las candidaturas o el apoyo a los movimientos #MeToo y Time’s Up generados por las acusaciones de abusos sexuales y la manifiesta desigualdad de género y salarial en una industria que, desgraciadamente, siempre ha permitido e incluso justificado lo primero y ha pasado de lo segundo.

Sin ánimo de restarle méritos a Moonlight (2016), que los tiene, parece lógico pensar que obtuvo el Oscar a la mejor película el año pasado más por el revuelo que había causado la ausencia de nombres de raza negra entre los candidatos de la edición anterior, que por sus atributos artísticos. El error en la tarjeta leída por Warren Beatty y Faye Dunaway al conceder el premio dilató la situación y la hizo estrambótica, porque durante casi un minuto fue el musical «blanco» La La Land el ganador y parecía que las protestas no habían servido de nada. Otra cosa es si ese revuelo era justo o exagerado: tres años antes había ganado 12 años de esclavitud, filme contra la esclavitud realizado por un director británico de raza negra, Steve McQueen. Pero ya sabemos que la caja de resonancia de los Oscar es enorme y nada mejor que usarla para reivindicar cuestiones relacionadas con la raza, el sexo, la condición social o la política. Donald Trump tampoco ha salido airoso en las puyas del sector progresista de los académicos (recuérdese el airado anuncio de Robert De Niro durante la campaña electoral en el que le ponía de vuelta y media), pero ahí está, de presidente de la nación, y con los derechos sociales peor que nunca.

El cine puede ser un reflejo de la realidad pero, en general, quienes lo practican, al menos en Hollywood, tienen la vida más que asegurada. Está muy bien realizar un filme como Spotlight (2015), sobre la pederastia de los sacerdotes de Boston, y después darle el Oscar a la mejor película y guion. Pero en todo momento es un premio que prima el tema (los abusos sexuales) antes que cualquier otra consideración, y lo hace en un ecosistema tan peculiar como es Hollywood, donde poco después de ese galardón empezarían a estallar todos los escándalos relacionados con abusos y agresiones de carácter sexual como triste símbolo del poder masculino.