En Z, la ciudad perdida, el director James Gray recrea la historia del explorador británico Percy Fawcett, que vivió y murió convencido de que El Dorado se escondía en la jungla amazónica, y que sirvió de inspiración al personaje inmortalizado por Harrison Ford.

En la era de Google Earth, los GPS y el roaming se hace difícil imaginar que, hace menos de un siglo, el mundo era un lugar mucho más grande. Largas extensiones del planeta eran territorio desconocido. Y las incertidumbres y fantasías derivadas de ello marcaron la vida -y la muerte—de Percy Fawcett. Después de dos décadas explorando el Amazonas, el cartógrafo y coronel del Ejército británico había llegado a la conclusión de que allí se escondía una ciudad antigua, que él llamó Z, en la que radicaba el origen de la civilización y en la que el oro era tan abundante que no solo servía para pavimentar calles y construir tejados; los indígenas hasta lo convertían en polvo y se cubrían con él de la cabeza a los pies.

Poco importaba que Fawcett hubiera estado varias veces al borde de la muerte durante sus viajes. En abril de 1925, acompañado de su hijo y del mejor amigo de este, emprendió su expedición final a las profundidades de la jungla más grande de mundo. Solo unas semanas después desapareció para siempre sin dejar rastro. Su historia es ahora recordada por el director James Gray en Z, la ciudad perdida, que el próximo viernes llega a nuestro país. La idea de El Dorado había cautivado a antropólogos, exploradores y científicos desde que los europeos llegaron por primera vez al Nuevo Mundo. En 1519 Hernán Cortés y sus soldados encontraron el camino que conducía a la capital azteca de Tenochtitlán, una ciudad de arquitectura e ingeniería avanzadas; y 12 años después Francisco Pizarro descubrió y conquistó el opulento imperio inca. Desde entonces, aunque no había evidencia alguna de su existencia, miles de hombres perecieron en busca de la ciudad dorada.

Al final del siglo XIX, la gran época victoriana de la exploración estaba llegando a su fin y fue reemplazada poco a poco por la industrialización. Seguía quedando, en todo caso, un área del planeta que el mapamundi dejaba en blanco. Es allí adonde el coronel Fawcett fue enviado por la Royal Geographical Society en 1906. Después de 18 meses, regresó a casa con detallados mapas de regiones de las que ninguna expedición había logrado regresar. A partir de entonces volvió a Sudamérica siete veces, y las aventuras que allí vivió no solo sirvieron de inspiración a Sir Arthur Conan-Doyle, que escribió El mundo perdido (1912) con ellas en mente; también están en el código genético del arqueólogo más famoso de la historia del cine, Indiana Jones.

Cuanto más tiempo pasaba Fawcett en la jungla, más se convencía de que El Dorado no andaba lejos, y de que solo él podía encontrarlo. «En el fondo de mí una voz diminuta habla», escribió en uno de sus diarios. «Al principio apenas audible, persistió hasta que no pude seguir ignorándola. Era la voz de los lugares salvajes, y supe que a partir de ahora sería parte de mí para siempre». Como recrea la nueva película, incluso después de participar en la Gran Guerra, de sobrevivir a duras penas a la privación y al enemigo y de contemplar montañas de cadáveres en las trincheras fangosas de la batalla del Somme, todo cuanto ansiaba era regresar a la selva.

Fawcett estaba convencido de que el único modo de sobrevivir en el Amazonas era estableciendo contacto amistoso con los nativos. Explotadas y masacradas en el pasado por los recolectores de caucho, las tribus indígenas eran conocidas por matar a todo intruso. Fawcett no estaba interesado en subyugarlas. Y aunque sin duda el afán de posteridad no le era ajeno, en realidad andaba tras algo más intangible. «Se trataba de la búsqueda de lo sublime», aclaraba Gray en la pasada Berlinale, donde Z, la ciudad perdida fue aclamada. «Toda su vida fue una lucha por vivir profunda e intensamente, y no lograrlo lo habría condenado a mucha más miseria de la que el Amazonas era capaz de infligirle».

El 29 de mayo de 1925, antes de penetrar en los terrenos salvajes de Mato Grosso, Fawcett mandó un telegrama a su mujer, Nina, en el que se leía: «Espero contactar con la vieja civilización en un mes. No debes temer que fracase». Había dejado instrucciones de que nadie tratara de rescatarle si no volvía; hacerlo sería demasiado peligroso, entre otras cosas porque había mantenido su ruta en secreto por miedo a que sus rivales descubrieran Z antes que él. Pese a ello, en las décadas posteriores se organizaron hasta 13 partidas de búsqueda, y se calcula que unos 100 hombres murieron tras la pista del coronel. Hace solo 20 años, hubo que pagar un rescate para liberar a un grupo de exploradores que la tribu Kalapalo tenía como rehenes.

Noventa años después, lo que pasó con Fawcett sigue siendo un misterio. Quizá fue devorado por los jaguares o asfixiado por las anacondas; puede que muriera de hambre o consumido por la enfermedad; tal vez lo mataron los indígenas. Tal vez, como aseguran las teorías más estrafalarias, Fawcett -que durante su vida desarrolló gran interés en el misticismo- había descubierto que Z en realidad era un portal a una realidad alternativa. Y quizá, quién sabe, Fawcett sí encontrara su El Dorado después de todo, y decidiera permanecer en él en lugar de regresar a un mundo en el que los hombres románticos y aventureros parecían tener cada vez menos cabida.