A mi padre le encantaba liar un cigarro. Era todo un arte. Aprendí muy joven a liar el tabaco verde. Se vendían en papel de estraza y lo mezclabas con un 3,20 del estanco que estaba lleno de palos.

Liar un cigarro era un rito. En el bolsillo, el papel de fugar y la petaca de cuero y un mechero de mecha o de martillo.

El mejor tabaco negro era el cubanito . Para fumadores pudientes. Los rubios, especialmente el bisonte eran también para economías que estuvieran saneadas.

Mi tío Adolfo, hermano de mi madre, tenía una maquinilla para liarlos. Y no todos los papeles eran iguales, los mejores eran el Bambú, Indio Rosa, Marfil y Geán, que simulaba en su funda un tablero de ajedrez.

Ofrecer la petaca y el cigarro era sinónimo de amistad. Ahora, con las nuevas normas todo queda prohibido: bares, círculos recreativos, oficinas y en lugares públicos.

Cuando fumaba, a mi padre, que había sido un fumador empedernido, le encantaba oler un poco el humo del cigarro. Ahora todo es malo. Las sentencias que leemos en los paquetes de tabaco son estremecedoras.

Vendrá la polémica y a más de uno el cigarro le sentará mal. Está claro, el mejor pitillo será cuando estés echando una meada.

Saber fumar, tomar el pitillo entre los dedos tenia su rito, los había que tenían los dedos amarillos del tabaco.

Lo van a pasar mal, y un cigarrillo a tiempo, con una copa de vino y la charla de un amigo en la barra de un bar, es lo mejor que existe, aunque te amenacen con toda clase de misivas tétricas. Lo único que te apetece es mandarlos a hacer leches.