Me alegra que la acampada de la policía local haya terminado. Por todos. En una confrontación de este tipo siempre hay heridos por ambas partes. Se han vivido momentos difíciles. Duros. Ya ha pasado y hay que retomar la tranquilidad.

Hace cuarenta y seis años llegué con mi familia a Mérida, a la barrida de la República Argentina donde vivían maestros, funcionarios municipales y policías locales. Allí conocí a personajes tan entrañables como el cabo Contador, Murillo, Macías y Pepe Hernández, que tenía una tasca y el vino lo tomábamos en una enorme piedra que mi padre comprobó que era una lápida funeraria de los primeros siglos de la fundación de la ciudad. Domingo Valhondo, que me llamaba pariente y estaba en la plaza de abasto, era todo un personaje; Narciso Royán, que es una persona entrañable, como lo es su hijo, Juan Antonio, que todos apreciamos tanto. De ahí que la decisión de esta acampada nos producía cierta tristeza al comprobar que la imagen de este cuerpo se estaba deteriorando por una postura poco acertada. Aunque no entramos quien lleva la razón, eso se comprobará en la mesa de negociaciones, que nunca se debió cerrar.

En una huelga de hambre, o nos ponemos todos o nadie. La valentía en estos casos hay que tener cuidado. La salud ante todo. La imagen no era la más adecuada para la ciudad y una acampada en la misma plaza de España no era el lugar idóneo y por un cuerpo de tanto prestigio.

Me alegra la decisión y que Manuel Balastegui, el responsable del tráfico, me pague la cena e invite a toda la policía local. ¿O no?