Escritor

Termino el año fiel a mi agnosticismo que me lleva a consultar el diccionario cada vez que la estupidez del poder se transforma en un factor de angustia. Hace un par de horas, en la fila del jamón de un supermercado, un señor arrojó con violencia el periódico que leía y exclamó: "¡Qué falta de sentido común!".

Este curioso atributo, gratuito y por desgracia no contagioso, alude al modo de pensar y proceder tal como lo haría la generalidad de las personas, así lo indica el diccionario con su habitual ingenuidad, porque en los últimos tiempos hasta las palabras más certeras se tiñen de ingenuidad.

Ignoro qué leía el señor de la fila del jamón, pero su enfado me llevó a pensar en todo cuanto he leído, visto y oído en las últimas semanas y no puedo hacer otra cosa que solidarizarme con su ira, porque veamos: ¿tiene algún sentido, sobre todo sentido común, que la señora Esperanza Aguirre formule la idea de solidaridad como una competencia olímpica? ¿Sobre qué leyes matemáticas o patafísicas se basa para afirmar que un madrileño es cuatro veces más solidario, más generoso, en definitiva mejor que un catalán?

No es una demostración de sentido común el formular afirmaciones gratuitas para atizar la hoguera del odio a los nacionalismos, sobre todo si se trata de expresiones de nacionalismo democrático y civilizado. Meter en el mismo saco a quienes formulan la necesidad de profundizar una discusión histórica que necesariamente debe concluir en una síntesis consensuada, y a los violentos patanes del etnicismo filofascista, es, desde todo punto de vista, una flagrante falta de sentido común.

Que un presidente del Gobierno emplee su última comparecencia en el Parlamento, no para despedirse con la generosidad y bonhomía propia del estadista, sino para echar sal sobre la herida abierta que ha generado en la sociedad española esa maldición de la democracia llamada mayoría absoluta, ¿es una demostración de sentido común?

Hace muy poco, André Glucksman, un filósofo francés que ha dedicado su obra a estudiar los orígenes de la violencia, sostenía en un artículo que los soldados italianos muertos en Irak lo habían hecho defendiendo los valores del arte renacentista, y es de suponer que el ministro Trillo, o no leyó el artículo o no le importa el arte, pues tal afirmación le habría dado pie para señalar que los caídos españoles, militares y civiles, ofrendaron sus vidas por Velázquez --jamás por Goya--, y que los casi 500 norteamericanos han muerto mientras recitaban poemas de Walt Whitman. ¿Es de sentido común continuar negando que la ocupación de Irak se ha convertido en un callejón sin salida?

La pasividad con que se permite a Sharon levantar un muro de odio, a sabiendas que sólo creará más desesperación entre los palestinos, y consecuentemente más atentados terroristas, ¿es una demostración de sentido común? Saludar que el Gobierno norteamericano haya reducido su proteccionismo respecto de las importaciones de acero y al mismo tiempo no condenar el odioso proteccionismo que afecta a los productos agrícolas europeos y latinoamericanos, que simplemente no pueden competir en Estados Unidos, ¿es una demostración de sentido común?

Si algo caracteriza al año que termina es la falta absoluta de sentido común, y como es de rigor desear que el nuevo año sea mejor, digamos entonces que el único deseo posible tiene que ver con la urgencia de sensatez.

Que los resultados de la elecciones, y serán muchas, se vean libres de la maldición de las mayorías absolutas, que retorne el diálogo, los acuerdos, los consensos, que la política vuelva a ser el viejo noble arte de lo posible y no el espacio vil del acomplejado. Un decente año 2004, y que el sentido común sea la norma.