Llevo ya unos días leyendo y releyendo a gente que asegura que el estrepitoso fallo de la ceremonia de los Oscar fue premeditado. Que fue una cuestión de marketing y de necesidades del guión, nunca mejor dicho. Me resisto a creerlo, pero al mismo tiempo no me fío, que en Hollywood hay tanto tonto como listo que sabe sacar el máximo provecho a absolutamente todo.

¿Fue algo pactado? También me cuesta creer que un tipo como Warren Beatty, casi un venerable ancianete sin necesidad de pasta ni por supuesto de fama, se prestara a ello. No puede ser. Demasiada desfachatez, demasiado ridículo para alguien con tan buen cartel en el mundo del espectáculo mundial del cine.

Le doy un poco la vuelta. ¿Me prestaría yo mismo al paripé en aras del negocio de la industria? Creo que no, pero tampoco me fío de mí mismo. Si me pusieran una pasta de por medio, y como no hago daño a nadie, lo mismo sí, qué leñe. Que habría que ponerse en la piel, digamos.

En la vida misma representamos papeles y no pasa absolutamente nada. Es más, a veces es hasta beneficioso ejercer de actores improvisados para intentar tener final feliz. La vida misma es una película, unas veces más aburrida y prescindible, en otras divertida y saludable.

Los que realmente molestan son los que, porque ellos lo valen, van de divos. De esos procuro alejarme. Son dañinos, impertinentes y tóxicos. Ese papel les queda mal porque son pésimos actores, en su mayoría. Prefiero a los secundarios, a esos que no levantan la voz jamás, que siempre se les puede enmendar y cuya crítica es constructiva.

Lo de los Oscar, en fin, ha salido bien. Solamente se comenta la anécdota. «Lo mejor es que hablen de mí, aunque sea mal», dijo alguien. En eso consiste vender bien el negocio. La provocación también da réditos, pero de ellas yo nunca me fío.