Escritor

Así comienza el gran relato mitológico, con un hombre y una mujer desnudos en un entorno edénico. Aunque, bien pensado, no es que fuesen desnudos, es que así eran las cosas en aquellos tiempos, cuando no existían noticias del pudor. No había entonces nada que ocultar y nada que exhibir, y la idea del pecado y de la transgresión no aparecía (como promesa o como pesadilla) ni siquiera en los sueños. El resto de la historia ya lo saben ustedes: el árbol de la ciencia del bien y del mal, la serpiente, la tentación, el instante fundacional en que Eva muerde la manzana, el ángel con su espada flamígera, la expulsión del Paraíso, la maldición divina que vincula la vida a la muerte, el pan al sudor, y la desnudez a una culpa a la que seguimos secretamente condenados. Ahí está si no la hoja de parra para mostrar la continuidad entre aquella edad remota y nuestros tiempos actuales. Un parentesco arcaico los une inevitablemente, algo que el instinto le entregó en prenda a la civilización y que ésta se niega a devolver. Diríase que la hoja de parra es la prueba de que el mito del Paraíso Perdido, y la irreparable culpa de su pérdida, siguen vigentes sin remedio. Desengañémonos: ya nunca más volverá la inocencia a nosotros. Quizá por eso, la perversión de la inocencia es uno de los temas eróticos que más veces han frecuentado la literatura, la pintura y el cine.

Estas cosas son las que uno piensa mientras hojea revistas --´Man´, por ejemplo-- y se detiene en las páginas publicitarias donde aparece (o más bien se insinúa) algún desnudo masculino. Y digo masculino porque es ahí, en el territorio más íntimo del varón, donde con más rigor se cumple la prohibición a que obliga esa culpa colectiva que se llama tabú. Como en el relato mitológico, el hombre desnudo suele aparecer en un entorno edénico, rodeado de una sinfonía de objetos de gran valor simbólicos: las ropas de marca, los perfumes cuyos nombres evocan sueños o leyendas, los automóviles deportivos, la vaga perspectiva al fondo de una mansión cuyo lujo se nos ofrece elegantemente desenfocado. Este es, pues, el Paraíso moderno, la tierra de promisión a la que podemos volver, no con el valor de nuestros actos, sino con el poder de nuestras tarjetas de crédito --hojas de parra de la obscenidad del dinero desnudo y pecador--.

Y allí --parecen decirnos--, en ese Club, más que Paraíso, conquistaremos la inocencia perdida. Pero entretanto, sigue vigente la hoja de parra, con sus delicadas nervaduras: guarnición inexcusable de este manjar siempre disponible pero siempre prohibido. Ahí está la hoja mítica convertida en toalla, en puerta entornada, en plano borroso, en mano dejada previsoramente al albur de un gesto teatral, en algo que se nos hurta para enriquecer así la promesa de su posesión. Opacidad y transparencia trabajan juntas por el mismo afán.

Hojea uno la revista y la mirada se detiene contemplativa en el umbral (toalla, puerta, mano) donde acaba lo real y comienza lo imaginario, donde la imagen se hace subjetiva y nos deja huérfanos de evidencias, asomados al abismo de una ensoñación. ¿Será la serpiente, que una vez más nos tienta, nos invita a escuchar el canto prodigioso y mortal de las sirenas? He aquí el inagotable mito del Paraíso al servicio amable de la frivolidad, de lo que aspira a ser inocente y perturbador y al final resulta sólo artificioso. No, la inocencia, como las llaves que se perdieron, sigue estando en el fondo del mar.

Uno no es creyente, pero así y todo cree en el más allá. No en el más allá después de la vida, sino en el misterio inagotable que se oculta tras la hoja de parra. Y es que, en efecto, la realidad palidecerá siempre ante el deseo. Aunque sólo sea por eficacia estética, preferiremos siempre lo sugerido a lo real. "La melodía oída es dulce, pero más / dulces son las no oídas; sonad, pues, suaves flautas...", como Keats nos dejó dicho para siempre. Sin imaginación, sin culpa, quizá el deseo sería apenas una triste evidencia. Acaso ese mensaje es el que el viejo mito nos renueva cada día y en cada instante.