La constatación de que hubo fraude electoral en Afganistán y el anuncio de una segunda vuelta es una muy buena noticia. Sin embargo, su bondad difícilmente mejorará a corto plazo la situación de violencia y desgobierno en el país. La convocatoria para una segunda vuelta otorga legitimidad a un proceso que carecía de ella cuando desde antes del voto, el 20 de agosto, había pruebas de que los comicios se desarrollarían de forma fraudulenta. Es también un reconocimiento a los miles de votantes que acudieron a las urnas desafiando las amenazas de la violencia talibán. Hamid Karzai, presidente saliente y principal beneficiario del fraude, ha aceptado los resultados de la Comisión Electoral Independiente sin plantear batalla ante el Tribunal Constitucional. Ello indica la voluntad --y necesidad-- de poner fin al largo y tortuoso proceso electoral. En esta voluntad han tenido un peso determinante los varios emisarios occidentales, en particular estadounidenses, que estos días han estado en Kabul. La incertidumbre política había paralizado los planes de la OTAN, así como la nueva estrategia de Obama en un momento en el que el deterioro de la situación es palpable tras un impasse muy largo que ha sido aprovechado por los extremistas para socavar las más que débiles bases del Estado.