Hoy tenía otro menú para ustedes, pero me han hablado mal de un amigo y en caliente se escribe mejor. El estilo no lo es todo. O si lo prefieren, no hay estilo mejor que el que bombea el corazón. El estilo, aún el más bello, sin corazón es mero artificio y nada vale. En cuestión de amigos, a mi hija le tengo dicho aquello que antes me dijeron mis padres y yo no llegué a entender hasta después de peinar canas. Los amigos siempre mejores que tú. Y escógelos tú, que no te escojan ellos. Me lo dijeron mis padres y tuve que llegar a viejo para calibrar cuánto de verdad había en estas dos máximas. En fin, ya se sabe que nadie aprende en pellejo ajeno.

La vida, los amigos, las amigas, el matrimonio; renglones, a veces torcidos, con los que escribir nuestra propia biografía. En ocasiones la corriente te arrastra, y, en la premura de vivir, otros escogen por ti y algunos trenes pasan de largo. Santos o pecadores, aquí me tienen. Aunque nada valgo, en mi vida he procurado honrar mis juramentos y también a mis amigos. Por algunos tengo rendida devoción. Amigos sabios y templados, como Juan Enrique Pérez que te reconcilian con el ser humano. Camaradas antiguos y hondos, como Ildefonso Sánchez Redondo o Enrique de Aguinaga. Tipos grandiosos, como Tony Méndez. Ínclitos, como Felipe Albarrán. Incombustibles, como Antonio García Salas. Jóvenes llenos de optimismo y voluntad de servicio, como Felipe Moreno o Jaime Oliva. De cabecera, como José Manuel Gordillo. Hermanos como Marco Sánchez, de entre los buenos el mejor. De todos aprendo, a todos quiero.

Viene esto al caso porque a un amigo le han zurrado negra caña en una de esas redes sociales en las que todos tenemos la libertad angelical de opinar y todos corremos el riesgo diabólico de resbalar. Es evidente que donde unos ven un valiente, otros ven un cobarde. Y es evidente, también, que todos tenemos lado oscuro. Pero hay quienes escupen su verdad con mala baba. Se puede decir casi todo si se hace, no solo con respeto, sino con amor. Solo hay una regla: la del amor. «No importa que el escalpelo haga sangre. Lo que importa es estar seguros de que obedece a una ley de amor.» Eso dijo José Antonio Primo de Rivera, mi maestro, y, hasta hoy al menos, he procurado no faltar a esa norma de conducta. Solo el amor dicta las leyes que nos hacen mejores. Alguien sentenció: cuando mis amigos son tuertos les miro de perfil. Tenía razón; con sus defectos a cuestas, siguen siendo mis amigos. De cómo se enfrentan a la vida, de sus taras, de sus esfuerzos baldíos también aprendo. Así, de entre todos mis amigos, tengo predilección por los quijotes apaleados. Por los humildes. Para algunos es fácil criticarles: locos, perdularios, tránsfugas, derrotados, desahuciados,… Vivir, a muchos de estos caballeros locos, se les ha hecho cuesta arriba. Les admiro porque tienen el valor que yo no he tenido para hacer lo que les demanda el alma. Para cambiar de opinión, de partido y hasta de bandera. Para colocar esa bandera en un palo de escoba y saltar al campo a ondearla antes de cada partido. Para no tener miedo a que les llamen tontos del culo por pregonar tu verdad. Para decir, he fracasado. Para coger un avión y largarse a Irlanda. Les admiro porque, aún equivocados, han tenido el valor de dar la cara. Les admiro porque, aún vencidos, pelean. Simplemente, porque son mejores que yo. A mi edad ya solo trato de escudriñar si hay amor detrás de cada conducta, de cada gesto, de cada palabra que sale de un ser humano. Lo demás son menudencias. Dijo Unamuno que «a veces, el silencio es la peor mentira», por eso ahora digo para no mentir: Felipe Martín, mi amigo.