Los españoles, con toda lógica, mostramos en general un gran aprecio a la Constitución de 1978. A pesar de los discursos de la amnesia, los que tienen memoria personal de aquel tiempo o los que la han adquirido sin prejuicios después, tienen clara conciencia de su valor fundamental. Y hoy más que nunca. Porque hoy el ataque a la Constitución se reviste de supuestos ropajes ultrademocráticos. Contraponer las urnas a las constituciones y sus garantías legales para los derechos de todos es volver a la prehistoria de la política democrática, cuya máxima expresión era la guillotina. Esta concepción de la urna desnuda como único mecanismo democrático era la que mantenía a los negros del sur de Estados Unidos en la parte de atrás de los autobuses. De los que no los sacó ninguna votación democrática, sino una constitución y unos tribunales. Por eso, en el caso catalán, no puede contraponerse el voto popular a la Constitución y a los tribunales, porque no hay verdadera democracia para todos si no es en un marco constitucional de garantías como el que goza España desde 1978.

Lo que pasa es que las constituciones también envejecen, y nuevas situaciones y concepciones sociales o jurídicas deben ser recogidas para que su autoridad no pueda ser atacada. Las constituciones se defienden de muchas maneras, como con el relevante papel de los tribunales constitucionales. Pero también se defienden con su reforma y con su adaptación a los nuevos tiempos. Esto a veces no se entiende, y se piensa que defender la Constitución es no tocarla. Es un error, se reforma la Constitución precisamente para protegerla de ese riesgo de desconexión con la realidad social circundante. Que es el verdadero peligro. Porque si un texto constitucional se estira tanto en el tiempo que pierde esa conexión, la tentación será derribarla y hacer una nueva, una situación de la que está llena nuestra triste historia política. Constituciones de parte que sustituían una anterior y que nunca contaban con los consensos necesarios para que pudiera ser considerada de todos. La de 1978 lo consiguió, en un raro evento en el devenir constitucional español. Y los consensos esenciales en la sociedad española se mantienen por lo que no estamos en la situación de empezar desde cero. Pero otros consensos no encontraron acogida (vocación europea) o se han ido haciendo patentes (más garantías para los derechos sociales). Además, la práctica de estos años ha revelado algunas disfunciones que es conveniente corregir (conflictos competenciales con las CCAA, el papel de los estatutos de Autonomía).

Por todo ello, nuestra adhesión a la Constitución de 1978 y lo que ésta representa se expresa mucho mejor apoyando una reforma que negándose a ella. Sorprende a veces ver como una derecha española que miró con tantas reservas la creación del estado autonómico, ahora pone todo tipo de excusas y pegas a una operación tan necesaria que está convirtiéndose ya en urgente. Bienvenidos al entusiasmo constitucional, pero a la cola. Y no está de más recordar en este punto al PP que hay amores que matan.

El PSOE ha estado siempre en primera línea de la redacción y del posterior desarrollo constitucional. Pocas dudas puede haber sobre nuestra sustancial conformidad con la utilidad de ese marco para el despegue de España como sociedad y como país de cara a Europa. Y precisamente por ello, llevamos tiempo reclamando la conveniencia de una reforma y nuestra disposición a construir los grandes consensos necesarios. Es triste que la sensación de urgencia sea hoy más obvia por el desarrollo de la crisis catalana, porque esta reforma que ya era conveniente antes. Pero tampoco puede ser una excusa para retrasarla una vez más. A impulso del PSOE se ha creado una Comisión en el Congreso que, aunque limitada a las cuestiones territoriales, puede ser el germen de esa postergada operación. Esperemos que todos los grupos tomen conciencia de lo que nos jugamos en el envite y no haya vetos cruzados (amores u odios que matan) que lleven a la Constitución a un periodo agónico de deslegitimación por senectud.