TUtn día me enamoré de un enano. Un amor diminuto que conseguía introducirse en cada poro de mi piel. Sus manitas me hacían temblar cuando intentaban llegar a mis orejas. Su voz aflautada era tan profunda que le recorría todo el cuerpo, de los pies a la cabeza.

Me enamoré de él porque era capaz de subirse de un salto al taburete para susurrarme al oído. Me hablaba de grullas, de encinas, del mar. Me recitaba a Pablo Neruda .

A pesar de la frágil apariencia de su 90 centímetros era capaz de levantar el puño hasta mi ombligo y cantar con fuerza a Blas de Otero .

Un hombre enorme que me enamoró. Me hacía olvidar que a veces tenía que sentarlo en el aparador para mirarle a los ojos.

¡Qué bonito es enamorarse del espíritu! ¡Qué lástima mi amigo Ricardo que le dice a Ana, su mujer, que ya tiene patas de gallo, que su tripa es demasiado carnosa o que su cintura ha seguido el camino de la indolencia; que sus piernas enjutas no son las de Raquel Welch o que sus manos tienen pecas de vejez!

¡Qué lástima que no escuche los latidos de Ana, que no la acompañe al bosque, que no reconozca su voz en Alberti o su imaginación en Borges !

Ana tiene tanto que contar, Ricardo tan poco que analizar que ni subido a su peana de cristal supera a mi enano.

*Periodista