Keynes, economista de largo recorrido en discusiones y tertulias y, sin embargo (o por ello), más citado que leído, dijo que «las personas prefieren equivocarse juntas que acertar a solas». Por más contraintuitivo que suene, es difícil rebatirlo. Los errores, arropados por la aceptación del grupo, saben casi a aciertos. Será que los aciertos (como otras cosas, que diría Trueba) están sobrevalorados.

No creo. Por mucho que la tendencia del momento sea disfrazar la verdad y usar el sesgo como forma de opinión, un acierto sigue siendo un acierto. Justo lo que el diccionario opone a la palabra «error». Los paños calientes sobran.

Las decisiones que he sentido más reconfortantes en mi vida profesional son justamente aquellas en las que me tuve que «enfrentar al mundo» para mantener mi opinión. Sobre todo, porque no era cuestión de cabezonería o terquedad o de un mal entendido orgullo, sino de una observación de la realidad y un análisis que termina convertido en criterio. Sabía que tenía razón y eso daba fuerzas para hacerlo. O, mejor dicho, intuía: cuando muchas personas a tu alrededor piensas que estás equivocado, que al menos no te detengas a pensarlo y a valorar si estás errado es, cuando menos, de necios.

Además, la recompensa, no crean, no suele ser gran cosa, más allá de (guardarte) el «ya te lo dije». Que además queda feo echar las cosas en cara, hombre. Tienes siempre en tu bagaje dos compañeros que te pueden servir fielmente en el futuro: la coherencia y la paciencia frente al grupo. No es botín escaso.

Porque, seamos honestos: a todos nos encanta Astérix, nos sentimos parte de la aldea gala, hemos disfrutado batiendo al gigante vestido con ropajes de (inútiles) romanos y ostentosos próceres del Imperio. Sí, grandes Uderzo y Goscinny. Pero si, en la realidad del día a día, nos preguntaran en qué lado querríamos estar, formando parte de un grupo escaso, mal entrenado, desordenado y con razones más o menos peregrinas; o, en cambio, asentados en una poderosa masa, civilizada, ordenada y, a todas luces, cargada de razones, ya sé que me han decir todos. Con los galos, ¿no? Pues no me lo creo, y aquí sí entra en juego la testarudez.

Los números no mienten. Cada vez más personas siguen exactamente el comportamiento de lo que otros (muchos) han hecho anteriormente. Da igual si están o no en lo cierto, son mayoría, así que en ellos deben descansar la razón. La economía, en este momento, sigue punto por punto esta senda; entre otras cosas, porque, aunque demos por disfrazarla de pura ciencia, no pasa de ser una ciencia social. Es decir, su estudio y razonamiento descansa en las veleidades del comportamiento humano.

Cada vez hay más plataformas que basan su éxito en la medición de la experiencia del usuario. ¿Cuál es su valor? Que el siguiente usuario se asiente en un acierto, que hará suyo, o un error, del que podrá sentirse liberado porque es un error común.

¿No se han parado a pensar en qué empiezan a escasear los intelectuales y han sido sustituidos por «líderes de opinión»? Desde luego, no tengo nada en contra de los segundos, en muchos dinamizadores o --incluso-- luchadores por una idea que se visualiza a través de ellos a la sociedad. Activistas que han abrazado causas que merecen ser defendidas y puestas en el lugar del debate público. Los ejemplos, múltiples y variados, los dejo a su elección. Sin embargo, los intelectuales, escritores, filósofos, periodistas, van cediendo su antaño lugar. Porque son más incómodos, viven en su propia coherencia, pueden ser incongruentes. No puedes sumarte a su carro sin más, sin tener tu propia visión crítica, sin leer entre líneas. Y no, ya no estamos para eso: quiero una causa y defenderla sin (asomo de) crítica.

Que sí, que mucha aldea gala y tal. Pero debe hacer un frío allí tremendo, mejor asentados y descansados en la opinión de la mayoría (muchas veces disfrazada de una minoría, las personas a las que queremos creer). Nos sobra hasta la pócima mágica.

* Abogado. Especialista en finanzas