La otra mañana, de camino a la oficina, observé una gran cola. No era ni para comprar entradas ni porque repartieran algo gratis. No. Era el cajero de un banco cuyo nombre omito para no dar publicidad a la marca. Hasta ahí, nada raro. Lo curioso vino después, cuando analicé la edad media de la fila. Rondaba los 50 años. Y entonces me dije: ¿Y no sería más fácil atender a estos esforzados clientes en lugar de hacerles desesperarse ante una máquina?

Ni que decir tiene que los nuevos tiempos y las políticas bancarias de “yo me lo guiso, yo me lo como” han convertido las sucursales en otra cosa que en poco se parece a lo de antes, hasta el punto de hacer de ellas una auténtica prueba de autogestión.

Autogestión, menuda palabra, entendida como el obligado aprendizaje de claves, aparatos, ranuras... Aunque te ayude un empleado, Gracias al cielo que, afortunadamente, existen aún esos amables trabajadores encargados de enseñar, cual maestro de escuela, al ignorante cliente de las destrezas necesarias para no verse superado por la máquina. Y con esto que les cuento no es que me sienta nostálgico de los tiempos en los que perdíamos media mañana en una cola para ingresar la matrícula de la universidad, sino de las obligaciones que a todos, sin excepción de edad, nos ha impuesto la reorganización bancaria y, por ende, los ajustes de plantilla por prejubilaciones y demás.

Así el panorama, nos enfrentamos, clientes todos, a subirnos al carro de “o aprendes o mueres”, valga el dicho fácil. Si me lo huieran dicho hace diez años, habría flipado. A eso se llama cambiar el sector y hacerlo a saco. Creo que solo nos falta vernos de clientes, pero enseñando a un fiel operario de banca a manejar su ordenador. Al tiempo.