Menuda semana negra para la aviación civil. Todavía sin haber resuelto la desaparición del Boeing 777-200 de Malaysia Airlines hundido en medio del océano Indico, otro aparato de la misma compañía, una de las más seguras y fiables del mundo, es derribado en Ucrania. A lo que hay que sumar el crash de un avión en Taiwán y finalmente el de Swiftair, operado por Air Algérie, que es el que nos toca más de cerca, al haber entre los fallecidos seis españoles. Las catástrofes aéreas siempre causan conmoción por el elevado número de muertos y las dramáticas imágenes que suelen ofrecer.

Todos tenemos aún en las retinas el último Concorde, estrellado en las inmediaciones de la pista del aeropuerto Charles de Gaulle apenas dos minutos después del despegue; y cómo no los tres Boeing que destruyeron las Torres Gemelas y la fachada del Pentágono en aquel nefasto 11 de septiembre de 2001. Las cifras, insisto, causan desasosiego, pero es necesario relativizar. Piensen en cuántos miles de vuelos despegan todos los días y aterrizan sanos y salvos en sus destinos. La estadística nos dice que sólo se producen dos accidentes por cada millón de vuelos. Si comparamos los medios de transporte, los más peligrosos son los que usamos todos los días: la moto llega en primera posición en términos de mortandad.

El segundo medio de transporte más mortal es, aunque no lo parezca, ir a pie. Le siguen la bicicleta, el automóvil, el ferry y el autobús. Unicamente en la séptima posición aparece la aviación civil, al mismo nivel que el tren. Cosas de la vida, hay más personas que mueren al año en sus bañeras que personas fallecidas en accidentes de avión. Para los que cogemos a menudo el avión, los datos nos tranquilizan. Una de las poquísimas cosas positivas que nos ha traído el nuevo milenio ha sido la democratización de los vuelos. Hoy todo el mundo puede coger un avión, un medio placentero, rápido y eficaz para recorrer miles de kilómetros. Aunque de vez en cuando nos dé un poquillo de angustia.

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