Yo me acuerdo de aquellos años, no hace tanto, cuando la primavera llegaba sin avisar, en un rumor de escobones que amanecían cubiertos de flores blancas y mariquitas o mariquillas.

Luego me enteré de que se llamaban coccenellidae, pero seguían volando igual desde la punta de nuestros dedos, y haciéndonos cosquillas por los brazos mientras saltábamos a lo bruto por encima de las escobas.

Llegaba el buen tiempo, de repente, en un picor de ojos al despertarse, en una dulce pereza para salir de la cama, como si pesara el cuerpo, que nos parecía ajeno.

Ahora, la primavera viene con anuncio de llegada, igual que un tren de cercanías, a las once y veinte, o a las doce, y se irá, imagino, previo letrero luminoso que nos anticipe el verano.

Será que nos hemos vuelto idiotas y no sabemos ver las señales, o que vivimos tan pendientes de internet que tienen que avisarnos de lo que está pasando delante de nuestras narices.

O será que para sentirnos seguros, como si pudiéramos estarlo siempre, necesitamos saber con certeza qué tiempo hará mañana y pasado, y hasta el otro.

Por eso los informativos dedican media hora a marejadas y marejadillas, refranes y frases hechas, máximas y mínimas, para dejarnos tranquilos en nuestro control de lo que es incontrolable.

Llegó el lunes la primavera, a las once y veinte, creo, quizá con un poco de retraso, minuto más o menos.

La vieron llegar los que viajan en vagones atiborrados, con la cabeza gacha sobre los móviles, los que esperaban en el andén sin levantar la vista de sus zapatos.

Los otros, los que no viven en las estaciones de paso, la habían visto venir hacía ya tiempo, mientras saltaban escobones, cogían espárragos y dejaban volar a las mariquitas desde las puntas de los dedos, como un bálsamo.