Historiador

Creo que muy pocas personas --¿hay alguna?-- es capaz de crispar la vida política como el señor Aznar, el presidente del Gobierno. Con su mirada helada, su bigotín rememorando viejas glorias, su labio inamovible, las arrugas hirientes de su frente cuando lanza el dardo envenenado, ese grito nasal y el arqueamiento frío de las cejas, me inquieta y me desasosiega. Su muletilla de los comunistas , lanzada como un puñal de acero, su odio visceral al socialismo, su irreprimible desprecio por la izquierda, a la que acusa de todos los males imaginables, nos sitúan en otros tiempos que creí por fin ya superados.

Aznar, en su discurso, corta a la sociedad en dos mitades. Una grande y libre, la suya, y otra innombrable, aborrecible: la de los que estamos fuera de su aureola santa y redentora. E incita desde su atalaya, que decreta incorruptible, al enfrentamiento, a la tensión insostenible, a la beligerancia, al guerracivilismo, una vez más a las incomprensiones, con sus fatales consecuencias.

Si muchos de los suyos fueran como él, hace bastante tiempo que andaríamos a trompadas, a noches de cuchillos, a trincheras y a ruinas. Lo malo es que el discurso puede calar, colarse en los cerebros menos amueblados, en los radicales que sin duda dormitan en sus filas. Y lo peor es que otros, comprendiendo que no se puede vivir en la continua crispación que él alienta, a pesar de todo lo jalean, ríen sus gracias de flecha emponzoñada y sueñan también que lo mejor que puede pasar es que los otros desaparezcamos radicalmente del mapa. Es un aliento subconsciente que indica aquello de que el lobo, por mucho que se vista de oveja, lobo queda. Interprétese en clave de intolerancia y democracia.