WEw l martes se produjo en el Ayuntamiento de Badajoz un hecho insólito: los integrantes del grupo gobernante abandonaron el salón de Plenos y dejaron con la palabra en la boca a la oposición. El Grupo Socialista había pedido un pleno extraordinario para debatir la anunciada reorganización de las concejalías a raíz de que el primer teniente de alcalde, José Antonio Monago, se incorporara al Senado. El alcalde, Miguel Celdrán, tomó la palabra, afirmó que solo a él compete organizar su equipo y levantó la sesión sin dar la palabra a nadie más. A continuación, los concejales populares se fueron y dejaron allí a los socialistas y al edil de IU.

En este asunto hay dos hechos: uno, el error de los socialistas de pedir un pleno extraordinario para debatir la reorganización del gobierno local cuando éste no se había producido. Dos: que sin discutir que es al alcalde a quien compete reorganizar su equipo --faltaría más que a Zapatero le indicara Rajoy cómo tiene que ser la composición del Consejo de Ministros--, es el alcalde, por tener el mandato de gobernar la ciudad, el que tiene, antes que nadie, que ser cuidadoso con las formas. La imagen de los concejales desfilando y abandonando el salón donde tienen lugar los debates entre los grupos municipales daña, antes que a nadie, a sus protagonistas.

En democracia, el debate es sagrado, porque aunque en algún momento sea extemporáneo, la alternativa al mismo es el silencio. Y el silencio es el ordeno y mando. Esa imagen es la que dio el alcalde de Badajoz. Y lo hizo, además, sin necesidad: hubiera bastado oír a la oposición lo que tuviera que decir, y levantar la sesión a continuación.