TLta tarde era fría e invitaba a brasero. Había Mercado Medieval con olor a garrapiñadas. Los melancólicos paseaban el callejón de las Monjas molestos por la invasión de gentes curiosas. Anthony Blake invitaba en el Gran Teatro a un espectador a firmar la multa que le acababan de poner sobre el escenario. Tosía en bronce San Pedro de Alcántara, y señoras con estolas de cibelina se jaleaban para entrar en el templo y firmar para que Zapatero no quite la religión de las escuelas. Fue cuando lo vi girando la cabeza esos trescientos sesenta grados de asombro, sacudiendo su cobertor de plumas que estaban pintadas con todos los colores del ocaso. Mirarle era el otoño. Observarle era ser observado. El búho plantado en San Jorge, majestuoso y altivo, daba su consentimiento al viento que con ademanes palaciegos solicitaba hacer invierno en Cáceres. ¡La madre que lo trajo! ¡Y cómo pegaba el gélido! Fue conocer la sonrisa de asentimiento del búho y empezar a lanzar agujas sobre curiosos, damas de época, santos de piedra y niños mocosos. Llegó y se olvidaron los rayos dorados de aquella tarde. Hasta las castañas asadas se helaron, hasta los pasos perdidos. Se heló la sonrisa del hombre que pasea con mirada feliz por esas calles buscando un amor dormido hace cuarenta años (sabe que ese amor jamás se desgastó, por eso es feliz). Y el búho que observaba, que giraba solemne su cabeza de mago, que ahuecaba las plumas y exhibía su condición de protegido.

Un niño que saltaba sobre un puente medieval de madera, tosió y el tiempo se detuvo. Su madre corrió a protegerle del viento. Todos corrimos a protegernos del tiempo. Sólo el búho permaneció en su lugar. Allí sigue.

*Dramaturgo y director del Consorcio López de Ayala