Los dos líderes que lanzaron la guerra de Irak sin aval de la ONU, George Bush y Tony Blair, se ven ahora obligados a pedir la ayuda de las Naciones Unidas porque su temeraria estrategia bélica ha terminado por tener las consecuencias que tanto se les advirtió antes de su aventura militar. Han tenido que encontrarse entre la espada y la pared --con sublevaciones simultáneas de las comunidades suní y shií, más una crisis de rehenes que está empujando a la desbandada a los pocos extranjeros que trataban de participar en la reconstrucción-- para que se decidieran a impulsar una resolución del Consejo de Seguridad que no sólo legitime la ocupación del país, sino que también deje la transición política iraquí a la ONU.

Sin embargo, el Pentágono sigue pretendiendo pasar por las armas a la resistencia --algo que puede prender fuego al polvorín islamista de Irak-- y la Casa Blanca propone crear una nueva fuerza multinacional, esta vez para proteger a la misión de la ONU. Bien que lo necesitará, pero esa oferta parece tener truco: un tal contingente, aprobado por y al servicio de las Naciones Unidas, podría justificar que se quedaran en Irak los soldados españoles que Zapatero prometió retirar. Una trampa en la que no debe caer.