Profesor

Papá, en esta calle nuestra no hay niños", me decía mi hijo cuando, a sus ocho años, echaba de menos con quién jugar, con quién pelearse o con quién cambiar cromos, vaya usted a saber. El sabía que sus amigos de otros barrios de Cáceres se bajaban "a la calle" todas las tardes y los fines de semana; no podía entender que, teniendo un paseo enfrente y un parque como el del Príncipe un poco más abajo, no hubiera una legión de niños jugando y gritando hasta la extenuación.

Pero sí había niños en Hernán Cortés. Y los hay. Claro que, tanto el paseo como el parque, como La Sierrilla, que nos anuncia el campo a unos metros de casa eran, y son aún, la fruta del árbol prohibido. El cinturón de alquitrán que les precede es como el foso de las antiguas fortalezas medievales. No bastaba entonces con saber nadar para cruzarlo: había que saber escapar a las dentelladas de los cocodrilos. Tampoco basta hoy con saber andar para cruzar la calle/carretera/circuito de velocidad en que se ha convertido la avenida. La pila de daltónicos motorizados que la recorre pasa de mirar los colores de los semáforos, y es toda una aventura digna de Indiana Jones llegar al otro lado, el de los árboles, el del verde, el del paseo, el del Parque del Príncipe, echando con cuidado la pierna, no sea que te la arranque de cuajo ese inmenso tráiler que no has llegado a ver a través de los coches y camiones aparcados en doble fila. O levantando los brazos para avisar al despistado conductor de ese pedazo de carro que, con las ventanas cerradas, el climatizador a tope y el CD a toda pastilla, pasa acelerando, sonriente al ver que le saludas y esperando tu agradecimiento por haberse quitado de en medio cuanto antes. Por no hablar de la moto que, atraída por el señuelo del brazo, embiste cual miura y, en la aspiración consiguiente, te ves dando más vueltas que Joaquín Cortés.

En este ambiente, ¿qué padres se atreven a dejar a sus hijos pequeños "bajarse a la calle"? Los míos han podido aprender a patinar y a montar en bici en el paseo peatonal, primero porque estaba yo con ellos y, segundo, porque... no había nadie . Y no es cuestión: un niño de ocho o diez años no puede ir a todos lados con su padre pegado como una lapa. Tiene que ser autónomo a la hora de entrar o salir de su casa. Con permiso paterno, claro, pero ese permiso sólo puede provenir de la tranquilidad, de la confianza, y de eso no hay en Hernán Cortés.

Este Periódico se ha hecho eco en muchas ocasiones de los problemas de esta antigua Ronda del Hospital (vaya tela el nombrecito). Bueno, pues ni flores. Y no hablo ya de las colas, los atascos o las retenciones, porque parece que están en vías de solución (al fondo, La Sierrilla tiene un tajo horizontal que dicen será variante algún día). Hablo de la vida diaria y de las posibles soluciones: hablo de limitar la carga y descarga a unas horas que no propicien, como ahora, la doble fila perpetua en la acera habitada. Hablo de asegurar a los conductores que encontrarán todos los semáforos en verde, en ambos sentidos, si mantienen una determinada velocidad. Claro que, antes, hay que coordinarlos debidamente, tanto con los que abren camino a la avenida Virgen de Guadalupe o a General Primo de Rivera, como con los que, junto a la Plaza de Toros, organizan la salida de la ciudad, auténticos culpables de la mayoría de las retenciones. Porque es mucho más eficaz la fluidez, aunque sea a velocidad moderada, que el parón reiterado. Y mucho menos peligrosa.

Hablo, en fin, de hacer de esta avenida una avenida de verdad, donde los que pasen, vayan en el vehículo que vayan, sepan que es una calle, no una carretera. Para empezar, ¿por qué no nos cambian esas vallas de campo de concentración por unas plantas o un seto, como en otras avenidas-travesías de Cáceres? Aunque mucho me temo que ni el incentivo económico de alto riesgo llevaría a un jardinero municipal a meterse en tamaño desatino. Dudo mucho que haya otra calle en Cáceres con mayor número de accidentes, y sobre todo de muertos, por año. Una auténtica vergüenza.