THtace cuarenta años en verano un tropel de niños corríamos en la barriada de Pinilla tras la camioneta que vendía hielo a la ciudad. Sé que a los chavales de hoy les sonará a broma, pero entonces había en Cáceres, y en la mayoría de las ciudades, una fábrica de hielo que se solía utilizar para mantener frescos los alimentos dentro de unas rústicas neveras sin motor. El hielo se transportaba en grandes bloques apilados en el remolque del vehículo y se cortaba en trozos, más o menos grandes, conforme a la necesidad del comprador. Al ser fragmentado, siempre se desprendían pequeños pedacitos inutilizables que los generosos vendedores repartían entre los críos que seguíamos a la furgoneta formando una escandalosa algarabía de comparsa. Esos trozos de cuarzo líquido se convertían en nuestras bocas en polos sin sabor y aliviaban el calor de cuarenta grados a la sombra. Por entonces raro era no ver un botijo en una casa o un abanico aleteando en las manos de una mujer; y algún que otro ventilador soplando en un bar u oficina. No se tenía agua fría del frigorífico, ni aire acondicionado para combatir aquellos ardientes meses de julio y agosto; y con razón nos quejábamos constantemente del calor.

Los veranos de hoy nos atacan con ráfagas de calor a las que hacemos frente con tecnología punta. La ingeniería de la climatización sabe cómo refrescar desde un minipiso a un polideportivo sin despeinarse. Hacemos viajes de ochocientos kilómetros dentro de nuestros coches a una temperatura de veintidós grados y no nos enteramos de los cuarenta que hace fuera hasta que abrimos la puerta y asomamos la pantorrilla. Se nos ha olvidado lo bien que sabe el agua del botijo, y compramos abanicos para decorar las paredes de nuestras casas. Y sin embargo nos quejamos de que hace más calor que nunca.

Me pregunto si realmente está cambiando el calor y estos veranos son más calurosos que los de hace cuarenta años, o estamos cambiando nosotros.

*Pintor