He de admitir que siempre me gustó andar por las ciudades en un ejercicio de aprendizaje de distancias, lugares y tiempos. Incluso, de autoconocimiento mientras me perdía por aquí y por allá hasta dar con la ruta exacta que me llevaría a hacer de mi viaje urbano una verdadera experiencia vital. Es sorprendente asistir al fantástico mundo de las transformaciones que sufren las ciudades debido a obras de ingeniería que hacen más habitables sus espacios a los ciudadanos que transitan por ellos.

Algo así me sucedió hace unos días paseando por Madrid Río, el proyecto que enterró el tráfico de la M-30 para convertir la superficie de los túneles en un parque de ensueño y, de paso, revalorizar las viviendas que antes sufrían el azote de la contaminación de los vehículos y que ahora disfrutan de ventanas al silencio y los árboles. No me quiero ni imaginar cuánto habrá cambiado la vida de esos vecinos gracias a esta megaobra de la que ahora miles de madrileños se alegran a pesar de las molestias que conllevó. Cada ciudad tiene sus retos e ilusiones. Al menos así debería de ser para que sus habitantes se sientan mejor en ellas.

Por eso no es progreso que Cáceres destruya un paraje natural para abrir una mina de litio. El avance de cada lugar se debería medir en virtud de la satisfacción que reportará a quienes lo habitan. Por eso va en contra de toda lógica que los nuevos proyectos no logren esa carga de ilusión necesaria para hacer cambiar nuestro mundo cercano y que provoquen, además, rechazo de salida. Ni siquiera los beneficios en empleo compensan por mucho que se prometa. Por eso, al andar por las ciudades debería hacerse realidad eso que soñamos algún día para que fueran mejores. Solo por las generaciones que vendrán merece la pena lucharlo.