TNto es necesario acudir a profundos estudios sociológicos para advertir que Europa está varada y sin proyectos, al menos esos proyectos ambiciosos que estimulaban a sus países miembros a disfrutar del orgullo de pertenecer a una tribu que aspiraba a coliderar el mundo. Cualquiera recordará la euforia del año 2000, que se manifestó fulgente con la puesta en circulación del euro, y la atonía actual, y --lo que es mucho peor-- la sensación de permanecer en un proyecto agotado.

Francia permanece absorta en un estado de bienestar que se desmorona, y sin entender que estos hijos de argelinos, a los que se les dio estudios y democracia, lo que quieran hoy es ir a la universidad con velo. Alemania bastante tiene con la difícil cohabitación política, y el despertar de la carga de aquellos alemanes que vinieron del paraíso comunista y algunos añoran todavía la época en que no tenían ni qué elegir ni qué decidir. Y los primos hermanos de Estados Unidos, los británicos, se comienzan a preguntar si es necesario hacer siempre lo que diga el presidente de Estados Unidos.

Parece que en esta Europa desorientada y sin proyectos los únicos felices son los montenegrinos, que van a alcanzar la independencia y acaban de descubrir que sus tomates nacionalistas son mucho más gordos que los de los serbios. Como la tontería es contagiosa, enseguida un político vasco ha dicho que por qué no pueden ser ellos como los montenegrinos. Hombre, de momento, porque de una renta per cápita de 20.000 dólares, que es la que se disfruta en España y en el País Vasco, a otra diez veces menor resultaría difícil de asimilar. Pero si el orgullo del tomate compensa cualquier otro disgusto financiero, adelante. Está claro que cuando fallan los grandes proyectos se multiplica la rivalidad en las fiestas patronales, y se agudiza el orgullo hortofrutícola. En los tomates. O en los melocotones. Grandes objetivos.

*Periodista