Por lo que leo y oigo en el entorno en que vivo y trabajo, en Inglaterra está causando extrañeza, y hasta vergüenza ajena, lo que sucede en España con el juez Baltasar Garzón. Aquí resulta increíble que un juez actúe como lo está haciendo Luciano Varela, porque si existe la más mínima sospecha de que los jueces que van a juzgar a alguien están contaminados, es razón suficiente para que tales jueces se abstengan de intervenir. Es lo que espera la sociedad y lo que exige el sistema. Fue, por ejemplo, lo que aquí hizo el juez Hoffman, que se i3hibió en el caso Pinochet, aunque las razones para sustentar que no estuviera limpio eran muy tenues.

La vergüenza ajena se basa en que se sabe que algunos jueces que intervienen en el caso Garzón juraron lealtad al régimen de Franco, que muchos de ellos han expresado su animadversión por Garzón, y que son conscientes de que este actuó correctamente en cuanto a crímenes contra la humanidad cometidos por gente nombrada por un Gobierno ilegítimo. ¿Quién nos puede convencer, pues, de que los miembros del Tribunal Supremo son imparciales, por muy buenos argumentos que usen en apoyo de sus dictámenes?

Nadie duda de que, en última instancia, la única opinión que cuenta en España es la del Supremo. Pero, ¿a quién corresponde poner en la balanza el derecho de los jueces a decidir frente al daño que causan al Estado si ellos mismos son sospechosos y contumaces? El sistema judicial español carece de credibilidad, pues está muy politizado. Los magistrados del Supremo no tienen por qué ser unos dechados de perfección (tampoco Garzón es perfecto), pero, tal y como están las cosas, lo mejor que podría ocurrir es que fuese disuelta la Sala Segunda.

Francisco Ariza **

Manchester (Reino Unido)