Ahora que estamos en pleno debate sobre nuestro modelo territorial, aderezado con el fuego cruzado de la financiación, cabe reflexionar sobre el concepto de centralidad. Desde comienzos de los años 80, con el auge imparable del proceso autonómico se sembraron dudas, algunas muy peligrosas para la consolidación del sistema democrático, sobre la eficacia de la descentralización.

A 30 años vista, poca gente se lamentará de los beneficios que ha traido. Si embargo, todavía muchos recelan de la división de poderes desde el punto de vista regional/nacional. Quizás en ocasiones no queda claro cuáles son y hasta donde llegan las competencias de cada uno. Quizás, en otras, tengamos que replantearnos si no sería mejor asegurar o reservar determinadas prerrogativas al Estado.

Para completar el escenario y bajando de niveles, aparecen los anhelos municipales. Es necesario, dicen, dotar de recursos a los ayuntamientos para prestar servicios que antes eran dotados por entidades mayores. Finalmente tenemos que procurar unir o combinar las relaciones entre lo urbano y lo rural.

En síntesis, el impulso descentralizador ha generado la aparición de nuevos pilares en la toma de decisiones que han contribuido a hacernos la vida mejor. Pero en detrimento se ahuyentan las responsabilidades, dado que siempre habrá alguien al que achacar que no se cumple con lo prometido y/o previsto.

No es menos cierto que estamos construyendo una manera de vivir la política en la que cada vez con mayor hincapié nos mostramos orgullosos hasta la defensa a ultranza de lo micro. Se desconfía más de lo deseable del otro. Y no se tiene la altura de miras de compartir aciertos y repartir errores. Exigir es un verbo cada vez utilizado con mayor frecuencia, lo que es a la vez un síntoma de que si bien no estamos sojuzgados, quizás creamos que solos somos más de lo que la realidad demuestra.