Creo que hoy, recién terminadas las fiestas de Navidad, es el mejor día para abordar este tema con posibilidades de que el lector pueda sentirse concernido. Porque hoy todavía tenemos cercano el festival de regalos y copiosas comidas en que se ha convertido esta celebración antaño esencialmente familiar y, para algunos, religiosa. Hoy todavía nos acordaremos de la cantidad de comida ingerida sin hambre y de la cantidad de regalos que jamás se utilizarán; quizá también de la cantidad de juguetes con que los niños nunca jugarán por pura saturación.

He escrito varias veces en este espacio que la política está en todas partes, que casi todo comportamiento humano, lo sepamos o no, nos guste o no, posee un componente político. Esto tiene una vertiente algo incómoda, puesto que supone adquirir una responsabilidad en cada decisión que tomamos, y otra vertiente que debería alegrarnos: el poder que tenemos.

Sin riesgo de equivocarme, afirmo con rotundidad que a día de hoy la ciudadanía adquiere mucho más poder político con sus decisiones de consumo que con su voto. Esto es síntoma, sin duda, de una sociedad profundamente enferma en la que cada ser humano es antes consumidor que ciudadano; pero esta es la realidad y si hemos de cambiarla solo será a partir de su reconocimiento.

Además, la capacidad que tiene la ciudadanía de conectarse en red --algo inexistente hace quince años e impensable hace treinta-- ofrece la posibilidad de que las decisiones de consumo individuales se conviertan en decisiones agregadas, lo que hace toda actitud económica mucho más influyente.

En mi opinión, uno de los pilares del cambio político futuro deberá ser la toma de decisiones colectivas de carácter económico bajo el prisma de la conciencia política. No en vano, más allá de la indudable influencia de las élites y de las inercias propias de las organizaciones sociales, no hay arma de cambio político más poderosa que la unión de las masas bajo una idea común.

Comencemos por un ejemplo fácil: si en un pueblo pequeño --digamos, 200 habitantes-- hay dos bares, y el suficiente número de vecinos se pusieran de acuerdo en no acudir a uno de ellos, este tendría que cerrar; incluso si los suficientes vecinos tomaran medidas para trasvasar la actividad social del bar a otros ámbitos, tendrían que cerrar los dos, y esa actividad comercial desaparecería del pueblo.

Cuanto más grandes son los ámbitos, más complicadas son las medidas concertadas, aunque ese obstáculo se vuelve manejable por el incremento de las nuevas tecnologías en red y por la mayor conciencia ciudadana de pertenecer a un colectivo global conectado permanentemente. Pero antes de pensar en grande, volvamos a la base: la responsabilidad individual.

Si sabemos que nuestros niños no jugarán con el 20% de sus regalos, ¿por qué seguimos, año tras año, comprándoselos? Si somos conscientes de que el 30% de la comida que se produce acaba en la basura, ¿por qué seguimos adquiriendo más de lo que necesitamos? ¿Hay algo, alguien, que nos obligue? ¿Por qué lo hacemos?

Nos incomoda formularnos este tipo de preguntas --como tantas otras que debemos hacernos--, porque supone asumir una responsabilidad de la que hemos abdicado hace mucho tiempo. No es menos cierto que todo el mecanismo social de mercado está perfectamente pensado para que no nos las hagamos. Pero merece mucho la pena que nos paremos a pensar en todos estos aspectos cotidianos.

La suma de responsabilidades individuales se convierte en una actitud colectiva, y ésta, a su vez, en costumbre, y la costumbre genera cambio de inercia social. ¿Por qué antes se iba a los toros mucho más que ahora? Porque han cambiado las costumbres. Porque muchos hombres y muchas mujeres, individualmente, han decidido que ese espectáculo no entraba en su agenda de ocio.

Que con la comida que se tira podría alimentarse todo el mundo que pasa hambre en la tierra es un dato real (y estremecedor). Si todos ustedes dejaran de consumir fútbol --yo ya lo he hecho--, las grandes estrellas dejarían de ingresar en un mes lo que algunas familias enteras no ganarían ni en diez vidas (¿hay alguien a quien esto no le avergüence?). Que el consumo masivo nos hace menos libres no lo voy a descubrir yo, porque lo han escrito ya insignes autores. Solo lanzo humildemente una pregunta: si está en nuestra mano, y nada más que en nuestra mano, una herramienta tan poderosa para ser más libres y más iguales, ¿por qué hemos decidido no utilizarla?

¡Ah!, y no se dejen engañar. El exceso de consumo no genera riqueza. Bueno, sí, pero no para ustedes.

* Licenciado en Ciencias de la Información