Engorda el tono de las declaraciones políticas en torno a la reacción por la imputación de Baltasar Garzón en relación a su investigación sobre los crímenes del franquismo. Tanto se ha engrosado que ya está sobre la mesa el reproche fundamental de la vida política española: aquel sobre quién pone más en peligro la democracia.

La facilidad con la que las palabras mayores se ponen a rodar ha acabado por reducir a anécdota lo que en otro caso sería motivo de una preocupación fundamental. Si, efectivamente, cada vez que PP y PSOE se han cruzado reproches de hacer zozobrar el modelo democrático hubiera habido un fondo de verdad en ello, haría tiempo que la democracia habría encallado. No lo creen realmente ni María Dolores de Cospedal ni José Blanco . Pero sí existe el riesgo de que, a fuerza de repetirlo, se implante la convicción de que en democracia ya no cabe cualquier expresión social o política que cuestione o defienda, con el testimonio de una movilización en la calle, una u otra forma de actuar de las instituciones. Una peligrosa asimilación que choca con esa otra de la democracia que la considera todo menos silencio.

Con el juez Baltasar Garzón es preciso utilizar el bisturí con cuidado porque están tan unidas las distintas capas de su personalidad que cuesta diferenciarlas. El juez no será hoy mejor ni peor instructor en el ´caso Gürtel´, o el que nos ocupa sobre el franquismo, de lo que era en la operación Nécora o ante la multitud de sumarios contra ETA. Tampoco a raíz de su paso por la política. Pero esa polivalencia ha acabado pergeñando un personaje que trasciende la persona y el profesional y es el que realmente produce filias y fobias dentro y fuera de la carrera judicial. Una carrera judicial, por cierto, que cada vez tiene más aspecto de lo primero que de lo segundo, para desgracia de todos, y donde algunos, no representativos de la mayoría pero sí en posiciones clave, empiezan a correr con camiseta de uno u otro equipo o la adquieren por el camino. Que en esa competición profesional haya juego de codos tampoco ayuda. Pero es peor el riesgo de que Garzón y su figura pública no nos dejen ver el bosque que hay detrás. Las actuaciones contra Garzón por la presunta financiación obtenida del Banco Santander, su instrucción del ´caso Gürtel´ y de los crímenes del franquismo tienen al juez como común denominador, pero cada uno de estos casos merece su propia aproximación. Igualmente erróneo sería pretender hacer de uno de ellos el emblema para denunciar una persecución al juez, como diluir en una operación política a quienes reclaman el derecho a la memoria.

Desde esa perspectiva, es muy difícil compartir los temores de Mariano Rajoy por el impacto en la institución de la justicia en tanto que la postura de su partido ha venido jalonada de declaraciones nunca corregidas, carentes de sensibilidad, cuando no marcadas por el desprecio. Desde el rechazo de José María Aznar a "remover huesos", a la situación de "extraordinaria placidez" que aportó el régimen franquista, en boca de Mayor Oreja , y al recentísimo grupo de "carcamales resentidos"que ve Esperanza Aguirre tras las movilizaciones. No es creíble la preocupación popular del impacto sobre el Poder Judicial, porque su silencio ha sido clamoroso ante los intentos de instrumentalizarlo que una y otra vez practican las organizaciones de ultraderecha como Manos Limpias con este tipo de denuncias, de las que ya advirtió el Supremo.

Las atribuciones de Garzón pueden estar en cuestión en este asunto. Pudo excederse en la instrucción del asunto o sencillamente pudo no hacerlo, según se coincida con el juez Varela en relación al carácter de cerrojo de la ley de amnistía o se considere que las desapariciones y fusilamientos impunes a partir de 1939 son crímenes de lesa humanidad imprescriptibles. Pero lo que no cabe perder de vista es que la doctrina que corre el riesgo de asentarse es la de que no quepa amparo judicial efectivo, ni en la jurisdicción de la Audiencia Nacional ni en la de jueces naturales de instancia, a las víctimas de esos crímenes porque hay quien pretende que el vigente pacto de convivencia se sustente en su silencio.

Los demandantes no buscan la inhabilitación de Garzón, sino la de la memoria. ¿Qué juez español va a acoger demandas similares tras una decisión así? La "memoria de los falangistas muertos" que quería preservar Falange, ¿debe ser defendida sobre la verdad y la reparación de los represaliados? En un país donde decenas de miles de personas yacen aún sin que sus familiares puedan recuperar sus restos, el asunto merece más dedicación que un pase de página o que lo diluya una trituradora de intereses políticos. El futuro profesional de Garzón es, con todos los respetos, secundario. Quienes quieren quemar ese árbol aspiran a ver arder con él todo el bosque de la memoria, porque partiendo del olvido se pueden dar más lecciones y menos explicaciones.