XLxa gran penalista española del siglo XIX, Concepción Arenal , nos invitaba, en expresión que tuvo luego singular fortuna, a "odiar el delito y compadecer al delincuente". Ese espíritu reformador, en el que la compasión y la caridad hacia el criminal ocupan un lugar central, ha impregnado en buena medida el espíritu de las leyes penales que se han ido aprobando a lo largo de la transición democrática en España.

La renuncia expresa de la sociedad española a mantener la pena de muerte en su legislación penal --hasta el punto de incorporar la supresión en el propio texto constitucional-- está en esa misma onda de progreso que intenta conjugar la corrección del delito con el trato humano hacia el que delinque. Esta es una de las expresiones más sublimes de cómo entiende una sociedad moderna que se deben dirimir y castigar los conflictos con quienes atentan contra su marco de convivencia: con humanidad y sin recurrir a sanciones que hagan imposible la posterior reinserción del criminal.

La legislación penal española contemporánea ha estado guiada de este espíritu noblemente humanista, hasta el punto de que, a diferencia de lo que sucede en los países anglosajones más avanzados, ha renunciado a la imposición a los reclusos del trabajo forzado --instaurando en cambio un generoso sistema de redención de penas-- y a la imposición de la cadena perpetua, que otras naciones europeas --Italia o Suecia, por citar dos ejemplos-- mantienen hoy vigentes en sus códigos penales para delitos de extrema gravedad.

Pero toda esa arquitectura penal, trabada con entusiasta idealismo en años de fatigosa libertad e ilusionada democracia, se pone en cuestión de repente ante casos extremos como el del terrorista José Ignacio de Juana Chaos . Este endurecido criminal, convicto de cometer 11 atentados, matar a 25 personas y herir a otras 60, ha estado a punto de salir a la calle tras cumplir únicamente 18 de los 30 años de cárcel que contemplaba nuestro antiguo Código Penal como pena máxima. La misma fortuna pueden correr en breve tiempo otros miembros del antiguo comando Madrid, los asesinos de Hipercor en Barcelona y los autores de la matanza de la casa cuartel de Zaragoza.

De Juana Chaos, este asesino jactancioso e irreductible, se ha estado beneficiando durante casi dos décadas de unas más que generosas reducciones de condena --obtenidas en claro fraude de ley-- simplemente por matricularse en unos cursos de la Universidad a Distancia que nunca tuvo intención de estudiar. Así, gracias a un descuento de 4.350 días de condena, este criminal podía volver ya a la calle en libertad. Sin importar su indigna conducta carcelaria. Sin importar sus numerosas y bien documentadas expresiones de júbilo cuando su banda terrorista, ETA, cometía algún nuevo asesinato.

Todavía joven y en edad de volver a entregarse al terrorismo, De Juana Chaos estaba a punto de regresar con los suyos, dispuesto a recibir el homenaje de sus admiradores y preparado para reunirse con Josu Ternera y el resto de los conmilitones encargados de reactivar la banda etarra. Los años de cárcel, lo sabemos por él mismo, no han traído arrepentimiento o redención para este pistolero. Podemos estar seguros de su vuelta a la senda del crimen político.

Ahí radica precisamente la extraordinaria alarma social que ha producido esta, de momento, frustrada excarcelación. En un país que ha pagado un extenso tributo de sangre al terrorismo no se puede entender que salga a la calle como si tal cosa quien ha asesinado sin dar ninguna muestra de arrepentimiento, quien hace sólo unas semanas ha amenazado a funcionarios de prisiones desde las páginas de un periódico o quien públicamente ha justificado la violencia asesina de ETA.

La sociedad española ha dicho basta y exige que se evite la distorsión escandalosa de una legislación penal que sigue deseando sinceramente que sea humanitaria, pero que entiende no debe ser en absoluto tolerante con quienes no se han hecho acreedores del perdón de sus conciudadanos. No es una posición irrazonable ni vengativa. Así deben entenderlo los legisladores para actuar en el futuro con especial diligencia y sensibilidad en la reforma de las leyes que protegen nuestro sistema de convivencia.

Lástima que desde sectores minoritarios pero conspicuos de la política española no se entienda la zozobra y alarma social que ha suscitado el caso del precitado asesino. Son los casos de la diputada Margarita Uría , del PNV, que acusa a los jueces de "construir causas" y de Llamazares y sus socios de IU-EB, que se quejan de que se aplique una justicia ad hoc. ¿Qué o a quién están defendiendo?

¿Defienden una sociedad arrodillada por vía de irracional progresismo ante los verdugos? ¿Quieren dejarnos indefensos ante quienes nunca cumplieron ni cumplirán las leyes de los hombres? ¿Acaso les importan más los derechos irrestrictos y sacrosantos del asesino que la protección de las víctimas pasadas y futuras?

Ya teníamos pruebas fehacientes de que una minoría de nuestra clase política estaba entregada al autismo social más absoluto. Ahora, las manifestaciones de estos diputados evidencian también cuánto y hasta qué punto ha avanzado en determinados ambientes políticos el gusano de la lenidad ante la llamada criminalidad política.

Una criminalidad política absolutamente injustificable en cualquier Estado de derecho que se precie de serlo y que en España ha costado muchos centenares de muertos. Por eso, parece llegado el momento de que los españoles nos movilicemos y, lejos de acobardarnos, sigamos juntos en el empeño de combatirla activa y cívicamente. Porque, como también decía la admirable Concepción Arenal, "las fuerzas que se asocian para el bien no se suman, se multiplican".

*Director editorial del Grupo Zeta