Los sucesivos informes sobre el cambio climático son de igual naturaleza que las previsiones sobre accidentes de tráfico en los desplazamientos vacacionales. Da la sensación de que la puesta en marcha de los mecanismos de destrucción de la tierra tienen vida propia al igual que la imprudencia de los conductores cuando van de vacaciones. ¿Por qué esa inercia a convertir en inevitable lo que objetivamente, con medidas adecuadas y disciplina colectiva, se podría impedir?

Hay algo en la naturaleza humana que impulsa a dar un paso al frente cuando se está al borde del precipicio. La historia es una recopilación de sucesiones de hechos que eran previsibles y que la voluntad humana no hizo nada para evitar la tragedia a la que condujeron. Las grandes guerras del siglo XX que asolaron Europa tenían un calendario previo que se cumplió con una sistematización incomprensible. Ahora el calentamiento global se anuncia a la misma velocidad que se consuman las causas para que sea inexorable.

La guerra actual es contra la estupidez de la humanidad incapaz de exigir a sus gobernantes una modificación del modelo de crecimiento que nos conduce con una destrucción de las condiciones de vida en la tierra. Pero esta realidad esconde los verdaderos motivos de la tragedia que se avecina: el modelo de desarrollo económico no quiere frenar la escalada del consumo irresponsable que está en la raíz de las causas de destrucción de la naturaleza.

Las medidas que serían adecuadas para frenar este camino a la locura provocarían una caída en los beneficios de empresas que en primer término contaminan el planeta. Modificar esos comportamientos industriales exigirían replantear modos de producción y también de costumbres implantadas en nuestras sociedades.

Como nadie está dispuesto a encabezar ese enfrentamiento de intereses económicos, lo que ya se anuncia como inevitable es el deterioro progresivo de las condiciones de habitabilidad de la tierra hasta que la vida, un día que tal vez no esté tan lejano, termine por desparecer.