El ser humano tiene una tendencia natural a anhelar lo que no posee o no puede conseguir.

Cuando somos niños, queremos ser mayores. Y, cuando somos mayores, daríamos lo que fuera por volver a ser niños. Y, aunque cada etapa de la vida tiene sus dulzores, hay que reconocer que la infancia es la más grata de todas ellas.

No porque otros momentos vitales no puedan ser felices, enriquecedores o satisfactorios, sino porque esa etapa infantil suele combinar lo más puro del propio ser con lo más óptimo de los círculos sociales más cercanos.

Por lo general, nacemos en el seno de familias que nos acogen con amor, que nos enseñan con paciencia, y que nos cuidan con esmero y delicadeza. Cuando venimos al mundo, nos encontramos con un montón de gente que nos está esperando con alegría.

Y, durante los primeros años de nuestras vidas, compartimos nuestros días, especialmente, con padres y madres, abuelos y abuelas, hermanos y hermanas. Son lo más importante, y los que más nos querrán a lo largo de toda nuestra vida.

Pero es esa misma vida la que nos los irá robando. Y, entonces, será cuando comencemos a tomar conciencia de que, cuando ya falta alguien, el hueco en la memoria del corazón queda, para siempre, vacío.

La inocencia primigenia, esa que nos hace creer en tradiciones como la de los Reyes Magos de Oriente, dura lo que dura la infancia.

Y quien anticipa la caída del caballo, está adelantando, sin saberlo, un paso hacia la adolescencia, una etapa que suele acarrear más complicaciones.

Hay quien dice que, cuando se tienen hijos, se recupera esa mirada maravillosa de los niños, al poder participar, de nuevo, del sueño, aunque sea desde otra posición.

Pero, aún y así, creo que no hay nada comparable a esperar, durante toda la noche, un amanecer rebosante de ilusiones y juguetes.

Nada como esa intriga sobre si los Reyes harán caso a las peticiones de la carta o sorprenderán con geniales novedades. Nada como esa inquietud nocturna en que la imaginación dibuja las figuras de Melchor, Gaspar y Baltasar al oír cualquier ruido.

La vida ya es bastante difícil, y está llena de demasiadas decepciones y sinsabores, como para hurtar a los niños ni uno solo de esos días plenos de la infancia en que la magia se convierte en algo terrenal.

Por eso, huyan de los aguafiestas que pululan por ahí. Y pongan a los niños a salvo de ellos. ¡Feliz día de Reyes!