La vía para la reforma de nuestra Constitución no parece que esté expedita. Tampoco se adivina fácil ni rápida. Los trámites en la subcomisión parlamentaria languidecen ante el poco interés que demuestran algunos partidos. Por lo pronto, los padres de la Carta Magna no han insuflado demasiado entusiasmo en sus comparecencias en el Congreso. Tampoco se demanda como una prioridad por el pueblo español. La propuesta de reforma vino motivada por la necesidad de ofrecer una alternativa al secesionismo catalán. Pero a los soberanistas ese pastel no les tienta.

Las modificaciones esenciales de nuestra ley fundamental requieren ciertas mayorías. Y no parece que exista consenso ni voluntades confluyentes entre los partidos constitucionalistas para decidir por dónde deben ir los cambios. Tampoco a los populistas les seduce una renovación constitucional; su modelo de Estado pasa por otras coordenadas. Además, la idea de una España plurinacional no ha tenido mucha aceptación entre los ciudadanos. Ni se ve con buenos ojos, por las desigualdades que se generarían, un Estado federal asimétrico. Cuando vamos a una convergencia con Europa para convertirnos en un espacio más unido y solidario, resulta incomprensible que nosotros pretendamos seguir troceando competencias y levantando tabiques territoriales.

Es lícito aspirar a convertirnos en un Estado plurinacional, pero dejando claro que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español. La nación siempre debe estar subordinada al poder soberano del Estado. Y si ya tenemos un problema de secesión sin haber permitido el alumbramiento de naciones, es fácil adivinar lo que ocurriría si posibilitásemos que todas o algunas de nuestras comunidades autónomas se definieran como nación. Con toda seguridad al final acabaríamos siendo diecisiete. A partir de ahí, el paso de nación a Estado tiene un corto trecho. Los políticos de la transición quisieron dejar despejada esta incógnita y no admitieron más naciones que la española. Si con un Estado autonómico se consume una ingente cantidad de recursos en burocracia inútil, es presumible lo que ocurrirá si permitimos por la vía de la reforma constitucional la implantación de más naciones. A buen seguro se pondría en peligro el Estado del bienestar.

La falta de un poder estatal fuerte está convirtiendo a España en un país de opereta. La pusilanimidad mostrada en el proceso soberanista es tan absurda como grotesca. Ninguna democracia occidental hubiera dejado llegar las cosas hasta donde las han llevado los independentistas catalanes. Menos aún, ante el ridículo que estamos haciendo con un político fugado de la justicia y poniendo en jaque a todos los poderes del Estado. Y, pese a la inocuidad de las euroórdenes, el Gobierno todavía no ha promovido ninguna iniciativa para alcanzar un espacio judicial único en la Unión Europea e impedir que Bélgica, sede de la capital europea, se esté convirtiendo en un reducto de delincuentes.

Las normas jurídicas no nacen para ser eternas. Ni es bueno que se perpetúen en el tiempo. Pero, ni el lapsus transcurrido desde su promulgación ni el designio de evitar una secesión pueden forzarnos a modificar la Constitución. La reforma debe basarse en la voluntad mayoritaria de los españoles de cambiar el modelo político para dotarse de un nuevo estatus de convivencia. En tanto no exista esa demanda mayoritaria no es aconsejable proceder al cambio. Los partidos que honestamente lo deseen podrán dirigir sus fuerzas a aunar voluntades y buscar adhesiones para alcanzar las reformas que crean oportunas. Entretanto, todo esfuerzo será tan estéril como inútil.