Escritor, exministro y exmilitante del PP

Inteligencia significa en su raíz etimológica elegir entre. Nuestra inteligencia se expresaría escogiendo la alternativa más adecuada. Pero, a veces, ninguna de las alternativas nos gusta y, sin embargo, tenemos que decidir.

Eso se llama elegir lo menos malo. Nuestro filósofo José Antonio Marina dice que la inteligencia no radica tan sólo en el acto de elegir, sino, sobre todo, en establecer las alternativas más acertadas.

¿Y a qué viene toda esta disertación? Pues al cansancio acumulado ante el continuo juego de dilemas que soportamos. El diccionario nos dice que un dilema es un argumento formado de dos proposiciones contrarias disyuntivamente, con tal artificio que, negada o concedida cualquiera de las dos, queda demostrado lo que se intenta probar. Estos argumentos, a veces, se presentan como una aparente elección entre dos presupuestos artificialmente presentados, de tal forma que nadie pueda quedar sin elegir entre las propuestas.

Se da por hecho que no existen alternativas distintas a las presentadas. El o conmigo o contra mí es un clásico ejemplo de ese tipo de dilema. No existirían términos medios ni matices. O el todo o la nada. O amigo incondicional o enemigo irreconciliable. O yo o el caos.

Los extremismos de todo tipo siempre gustaron de dilemas extremos, sin posturas intermedias o matices. O el bien que representan ellos, o el absoluto mal que representan todos los demás. Y si los dilemas llegan a penetrar en la sociedad, la respuesta estará bastante condicionada de antemano. Sólo existe un antídoto para superar el juego de dilemas: el establecimiento de mejores alternativas. A ellas debemos dedicarnos.

Sadam Husein es un sanguinario dictador que no ha dudado en aplastar cualquier intento de libertad política interna. Su megalomanía le impulsó a atacar a sus vecinos, primero Irán y después Kuwait. Nuestro entusiasmo hacia su figura debe ser perfectamente descriptible. Ninguno. Cuanto antes se vaya, devolviendo la libertad a su pueblo, mucho mejor. Ojalá lo hubiera hecho mucho antes. Pero, ¿cómo conseguirlo? La ONU le impuso una serie de resoluciones. No las obedeció. Entonces EEUU planteó que estaba dispuesto a atacar, solo o en compañía. Como el Consejo de Seguridad no le respaldó, inició el ataque encabezando una alianza, argumentando sin pudor que quien obstaculizara el ataque le haría el juego a Sadam.

El dilema estaba servido, también en nuestro país. No apoyar la guerra significaría ser cómplice de la dictadura de Sadam Husein. Afortunadamente, se puso sobre la mesa otra posible alternativa. Respaldar la presión inspectora de la ONU. Se comprobó entonces que el dilema al que nos impulsaban era falso. Se podía estar contra Sadam y contra la invasión. Existían alternativas, aunque fueran repudiadas. Quedarán para la historia.

Tras el pavoroso atentado contra las Torres Gemelas, el concepto de guerra preventiva se puso de nuevo sobre la mesa. Atacar ante sospechas de posibles peligros futuros es volver, sencillamente, a la ley del más fuerte. Si lo unimos al deseo de unilateralismo tenemos el resultado servido: el desmoronamiento de los complejos equilibrios multilaterales que tanto costó construir.

Y ante esta situación, los nuevos dilemas. O se está con Estados Unidos o se está contra él. O se participa de esa alianza que aspira a controlar el nuevo orden mundial, o se quedará arrinconado y excluido --cuando no amenazado-- por los que impondrán la ley en el futuro. Se nos da a elegir, sin que parezca que existan alternativas. Nuevo falso dilema.

A dilemas similares nos quieren arrastrar en el seno del debate nacional. Estar contra la guerra sería una postura radical, que aislaría a España internacionalmente, suponiendo indescriptibles peligros para el mañana. Estar contra la guerra significaría estar a favor de Sadam, a favor del gaseamiento de los kurdos, o, incluso a tenor de las últimas declaraciones, darles la espalda a las víctimas de ETA.

Estar contra la guerra significaría apoyar, jalear o encubrir a los violentos que arrojan piedras y huevos contra las sedes del PP. No debemos entrar en ese juego: se trata de dilemas engañosos. Se puede estar contra esta guerra, maldecir a ETA y condenar a los energúmenos que atacan sedes y personas. No son postulados excluyentes entre sí.

No nos dejemos enredar por los hilos de las disyuntivas gangrenadas y cargadas de intención. Muchas personas, la inmensa mayoría de ellas totalmente pacíficas, están contra la guerra. El deseo de paz no es patrimonio de la izquierda. Se puede ser de centro o de derechas, y manifestarse en contra de esta disparatada guerra, por citar un ejemplo bastante frecuente en las últimas semanas.

Parece que la guerra no durará demasiado. Mejor así. Nadie parará al ejército invasor. Sadam será derrocado y el futuro está por escribir. Se adjudican contratos de reconstrucción y se proponen gobiernos provisionales. Pero no se plantean alternativas para la paz duradera. Un solo país, por fuerte que sea, no bastará para imponer su ley en el mundo. Y entonces, ¿a qué legitimidad internacional recurriremos?

No debemos limitarnos a argumentar ante los dilemas que nos presentan: tenemos que construir alternativas factibles de convivencia y seguridad. Si no se esbozan esas nuevas propuestas en las mesas de negociación, irán tomando forma en las calles. Necesitamos salidas para superar los dilemas.

Existe otro antídoto contra el ensalmo de los dilemas. Es el truco del espejo. Colocándonos frente a un espejo, debemos mirarnos a los ojos y preguntarnos: ¿De verdad no existen más alternativas? Casi siempre las intuiremos. Habríamos roto entonces su maleficio.

Parece que algunos están empeñados en arrastrarnos, dilema a dilema, hasta el precipicio. Ojalá, algún día, decidan mirarse con sinceridad ante el espejo. Quizá no les gustará lo que descubran en sus ojos. Pero quizá, a lo mejor, comprendan que existen alternativas de paz.

Todos saldríamos ganando.