Yo los miro, y a veces soy capaz de verlos en el esplendor que alcanzarán algún día.

Ellos no lo saben, ni lo intuyen siquiera, ocupados como están en pasar desapercibidos o en afirmarse frente un mundo que parece conspirar en su contra.

Tienen gafas, o kilos de más o de menos, o el pelo lacio o demasiado rizado, o son muy altos o muy bajos. O brillantes y destacan en cada pregunta como si encendieran una luz en mitad de una noche oscura, por eso aprenden a disimular, a bajar la cabeza cuando se pregunta, incluso a detener el hormigueo de la mano que quiere alzarse porque siempre, siempre, sabe la respuesta.

También sabe que le llamarán empollón, o friki, y que no dejarán que vaya a los cumpleaños, o a las fiestas, ni le meterán en los grupos esos donde se critica a todos, especialmente a los que no están.

Por eso calla, y no celebra sus notas, o las baja, o pierde el interés para igualarse a la media y poder hablar de la última canción, el último gol, ser parte de un grupo que se empeña en rechazarlo.

A veces calla porque las palabras le salen atropelladamente, en cascada, y los demás se ríen. O porque cecea o no pronuncia la erre. O porque tiene las manos blandas con el balón y el pie poco rápido.

Siempre hay un pero, un muro, un obstáculo difícil de salvar.

Yo los miro, y a veces soy capaz de ver aquello en que se van a convertir si los dejan, si no los machacan demasiado.

Me gustaría decirles que esto pasa, que al año que viene, o al otro nadie se acordará de estas bromas, ni siquiera él, pero un año en la vida de un adolescente es un siglo, y el mañana un abismo que no entiende de futuros.

Me gustaría recordarles que las modas cambian, que las personas maduran, que en nada les importará bien poco no saber jugar al fútbol o plancharse el pelo.

Que importarán otras cosas, que amarán y serán amados por sus diferencias porque les harán únicos. Pero eso suena a palabrería, por muy cierto que sea.

Qué saben ellos de patitos feos si quieren ser cisnes aquí y ahora.

Yo los miro, y me encantaría evitarles sufrimiento y lágrimas y la sensación de estar solos. A veces me los encuentro, años más tarde, convertidos en adultos magníficos, y eso me reconcilia un poco con la vida, tan puñetera, tan dura en el doloroso proceso de tratar de ser a la vez igual y diferente.