Mañana, nuestros vecinos de arriba irán a la primera vuelta de las presidenciales, para escoger entre el thatcheriano nepotista François Fillon, el socialista utópico Benoît Hamon, el postcomunista incombustible Jean-Luc Melenchon, la fascista reciclada Marine Le Pen y el ecléctico Olivier Macron, ex-ministro de economía con Hollande, especie de Albert Rivera a la francesa.

Parece que pasarán a la segunda vuelta Macron y Le Pen, desencantados como están los franceses de los socialistas pero nada entusiasmados por la vieja política conservadora de quien fue primer ministro de Sarkozy.

Tras la enorme decepción llamada François Hollande, que llegó a la victoria en medio de grandes esperanzas de renovación social, se ha perdido la fe en que dentro de la Unión Europea sea posible una política como la que propone Hamon. Hollande ganó hace cinco años porque se pensaba que haría algo distinto a «Merkozy», como se le llamaba a su antecesor por su seguidismo respecto a la política de la canciller alemana. El aún presidente dio su discurso de la victoria en Tulle, la ciudad recordada por la masacre perpetrada por los nazis, que ahorcaron a 99 de sus habitantes. Por fin, creían tanto sus votantes en Francia como los habitantes de otros países (especialmente los griegos, pero también españoles e italianos), un país iba a poner freno al «austericidio» impuesto por los alemanes, pero Hollande pronto empezó a decepcionar a propios y extraños. Algunas de sus promesas más llamativas, como el impuesto del 75% a las grandes fortunas, entraron en barrena, tanto como la prometida reindustrialización del país. En su lugar, una reforma laboral que fue una patada en el estómago a muchos de sus votantes.

La nación más antigua de Europa se debate, de nuevo, para reinventarse a sí misma. En El proceso de la civilización, Norbert Elias analizaba cómo Francia, gracias a la centralización de su Estado y sus impuestos, logró antes que nadie una unidad y armonía que eran su fuerza y envidia de otros. No había sido fácil: aristócratas y clero denunciaban que de un pueblo etimológicamente de hombres libres (eso quiere decir «francs», «francos») se había hecho un país de siervos. Pero también tuvo sus ventajas, que sufrieron sus vecinos (como España, que recibió regalos como Napoleón o los Borbones) y disfrutaron sus habitantes en forma de un sistema de protección social y garantías personales que atrajo a gentes de todo el mundo.

Se ha hablado mucho de las dos Españas, pero al menos desde la Revolución Francesa han existido dos Francias: la nacionalista y cerrada, la Francia más rancia, que a la hora de la verdad se alió con Hitler contra sus propios obreros (y que ahora reniega de Europa para cortejar a Putin y Trump), clasista y de un racismo apenas encubierto, que representa ahora Marine Le Pen, la hija del torturador de la guerra de Argelia, y quiere tratar como habitantes de segunda a quienes llegaron a Francia porque este país invadió los suyos; y la Francia progresista, que cree en el triple lema (libertad, igualdad, fraternidad), que al contrario que la derecha, no se avergüenza ni de la Revolución, ni de la Resistencia antifascista ni de Mayo del 68 y que, pese a su liberalismo económico (tan poco francés) representa Macron con su apuesta europeísta y su valiente denuncia del criminal pasado colonial francés. En cualquier caso, está claro que la Francia rancia, pese a la omnipresencia del Front National en los medios, es minoritaria: todas las encuestas dicen que, en cualquier opción de segunda vuelta, el candidato más de izquierda ganaría al de derechas.