El pasado 13 de noviembre se abrió una vía de agua en un petrolero ruinoso, que se dirigió a la costa gallega en busca de refugio. Dos meses después, la contaminación afecta a 409 playas atlánticas. No era inevitable que aquel accidente se convirtiera en semejante catástrofe. Para ello han tenido que concatenarse decisiones erróneas --como alejar el barco mar adentro-- y acciones de limpieza descoordinadas y sin medios. Ni las ayudas económicas ni la campaña de desinformación llevada a cabo por el Gobierno, que primero negó los hechos y después criminalizó a quienes denunciaban su falta de reacción, han podido borrar la mancha de sus errores.

El Gobierno sigue dificultando el debate y el control público de su gestión, como demuestra al entorpecer la comisión de investigación del Parlamento gallego y al acelerar, utilizándolo como biombo, su programa de ley y orden. Mientras, sigue sin emprender medidas que eviten que el Prestige sea una bomba de fuel durante tiempo y que permitan regenerar las costas y reactivar la economía gallega. En cambio, intenta ya ahorrarse la factura de las ayudas a los afectados, que junto con las tareas de limpieza han costado, de momento, 1.000 millones de euros.