No fue un sueño el ayer, cuando disfrutábamos de la compañía de familiares y amigos que ya no están con nosotros. En estos días nuestros recuerdos se transforman en rezos y flores, y llenamos los camposantos donde depositamos los restos sin vida de aquéllos que nos dieron el ser, se sacrificaron por nosotros, alegraron nuestros corazones y nos dieron calor y amor.

Me he unido al ir y venir de los cacereños a las tumbas de los suyos y los míos, de los que estuvieron y ya no están con nosotros. Allí sentí que el ser de cada hombre, nuestra vida, es como la espuma del mar que al roce de la ventisca se desvanece y se apaga. Allí pregunté por la verdad de la vida y encontré que su principio no está en un vientre, ni su fin en un sepulcro. Estos no son más que instantes de una vida eterna. Mientras peregrinamos, la vida es como una brisa que se lleva cada sonrisa, cada suspiro de nuestros corazones y guarda el eco de cada palabra de amistad, de cada bien hecho con generosidad y de cada beso nacido del amor. Los ángeles cuentan cada lágrima que la aflicción vierte en nuestros ojos y escriben en el infinito la canción que la alegría va improvisando en nuestras sensibilidades. Los extravíos, que aquí llamamos debilidades, aparecerán mañana como un eslabón más de la vida del hombre. Los trabajos penosos, sin recompensas, serán pregoneros de nuestra gloria y las desgracias que soportamos, las aureolas de nuestro orgullo. Así es la dulce vida, bello y amable hábito del ser y del hacer. Donde todo nace, todo pasa y todo llega, como la onda arrastrándose en el océano, la hoja fugitiva a merced del viento, la aurora perdiéndose en la noche y el hombre en el misterio de la eternidad.