Turquía está dando pasos hacia la fractura social y la crisis política con la multitudinaria manifestación que ocupó el pasado sábado el centro de Estambul, en defensa del laicismo y contra la candidatura a la presidencia de la República del islamista moderado Abdulá Gul. Solo 48 horas después de que el Ejército recordara su papel de garante de la aconfesionalidad del Estado, de acuerdo con las previsiones contenidas en la Constitución legada al país por Mustafá Kemal y sus herederos, las oenegés convocantes apenas tuvieron dificultades para reunir a las clases medias occidentalizadas, que temen que Turquía se convierta en un remedo de Estado islámico.

¿Tienen fundamento estos temores? A juzgar por las reformas legales aprobadas por el Gobierno de Recep Tayyip Erdogan, empeñado en lograr a largo plazo el ingreso de Turquía en la UE, parecen carecer de base. Pero la propensión de los cuadros del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) a transgredir la neutralidad del Estado es más que una anécdota. A lo que hay que unir los signos externos de la islamización de la vida pública hasta las puertas mismas de las dependencias de las que el Estado es titular.

Para los países europeos esta realidad es menos importante que la etiqueta de moderación con la que se presenta el AKP. La percepción es bastante diferente para un sector de la opinión pública turca, que teme que el país se adentre en un proceso de retroceso de los valores laicos, bajo la mirada de una Europa disgustada, pero inoperante, adscrita a la doctrina del mal menor si sirve para contener al islamismo radical. En este sentido, el discurso de Erdogan el lunes, llamando a la unidad de la nación, no ha aportado ninguna solución a la crisis.