XMxucha gente pone en duda que los puntos de luz que días atrás sobrevolaron los cielos de Méjico puedan ser aparatos procedentes de otros planetas. La idea les resulta una solemne estupidez, cuando no una blasfemia. Bajo su punto de vista, Dios lo dejó todo atado y bien atado, escrito y bien escrito y nada dicen sus libros de que dejara más herederos que los humanos. Al Papa lo puso al cargo de las cosas celestiales y a los reyes encomendó la supervisión de los asuntos terrenales. Ese es el cuento que nos han contado durante siglos y lo que suponga salirse de ese guión es querer mear fuera del tiesto.

Quienes recientemente hayan tenido la oportunidad de ver la película Bowling for Columbine, de Michael Moore , habrán podido observar lo fácil que les sigue siendo a los poderosos el hacernos creer cualquier cosa, incluso las más descabelladas. La justa medida de miedo y de ignorancia basta para que las personas nos convirtamos en material maleable, arcilla fresca. Podemos llegar a creernos inmortales aun cuando todo a nuestro alrededor hable de tránsito. Podemos llegar a creer sinceramente en la inefabilidad de un pobre semejante sin que el rubor nos salte a la cara. Podemos llegar a creer que es natural que existan reyes y príncipes sólo porque así fue siempre, aunque ese siempre haya venido impuesto a sangre y fuego. Pero lo grave no es admitir estas patrañas, que por otro lado son ya más viejas que el hilo negro. Lo lamentable es observar la perversión con la que se nos pretende convencer de que sucede cuanto sucede en beneficio nuestro.

Estos días en que uno se siente bombardeado por un fanatismo monarquizante, no es inoportuno recordar que además de la boda se celebra en el mundo el centenario del nacimiento de Neruda, de Dalí, de Lorca, de Miguel Hernández y de tantos otros que lucharon precisamente para que estas cosas no sucedieran. Triunfaron sus poemas, pero sobre sus tumbas bailan gentes como Ussía y Peñafiel .

Llegados a este punto, admito que los reyes y los príncipes existen, pero sólo como existen las plagas y la alopecia. Sin embargo, nadie sale a la calle a vitorear una plaga. Y esto es lo verdaderamente tremendo. Aquí es donde se pone de manifiesto la grandeza del poder de manipulación de los poderosos. Han logrado que olvidemos que llevamos siglos en guerra contra los reyes, que cada porción de libertad ha sido arrancada de sus manos a puros golpes, que hasta el menor de los logros sociales ha venido luego de verter ríos de sangre. Pero es que no sólo hemos olvidado esto, sino que además nos congraciamos de que estén ahí, como si su presencia fuera la constatación de un designio divino. Otorgamos su nombre a los hospitales y a las fundaciones, estudiamos su genealogía y acuñamos monedas y sellos con sus rostros mientras reservamos el desdén y el olvido a gentes que en verdad han hecho posible que la vida sea amable y fructífera.

Antes corría un dicho que afirmaba que no había nada más tonto que un obrero de derechas. Del mismo modo es posible afirmar que pocas cosas son tan incomprensibles como un ciudadano haciendo alarde de su condición de lacayo. Por eso cada banderita que este fin de semana ondee al paso del cortejo nupcial, cada ojo que mire al televisor, cada ventana abierta, cada comentario, cada referencia habría que tomarla como un agravio contra la lucidez. Si la carroza real se encontrara a su paso con unas calles vacías, sólo jaleada por curas, aristócratas y militares, quizás entonces uno concediera otra oportunidad a la esperanza. Pero como esto es soñar un imposible, no queda más remedio que seguir aguardando a que un día lleguen de otro planeta seres florecidos a la luz de la razón y de la lucidez y pongan orden en este patio de gregarios.

*Escritor