TAtpenas habían pasado unas horas desde el triunfo de la revolución de los claveles y los portugueses ya se habían apresurado a quitar el nombre de Salazar del majestuoso puente que atraviesa el Tajo en Lisboa. Es tan inimaginable ver erigidas estatuas a los fascistas que cualquier italiano, alemán o portugués tiene que preguntarse si es cierto lo que aún se puede ver en las calles de España. El momento de derribar las estatuas del dictador nunca era oportuno: a finales de 1975 y en 1976 porque había un ministro de gobernación que se dedicaba a prohibir los conciertos de Raimon, Llach o Labordeta ; tras la legalización del PCE para no soliviantar a las derechas ni perjudicar las elecciones del 77; los gobiernos de la UCD estaban superados con la tarea de acallar ruidos de sables como para ir moviendo bronces. Sólo algunos ayuntamientos se atrevieron a modificar callejeros. Van a pasar 30 años de la muerte del dictador y a Rajoy le parece que la retirada del caballo (con su jinete) es remover la herida. ¿La herida de quién? ¿Es que le duele en algún lugar? ¿Acaso la presencia del tirano ecuestre no abría las heridas de los herederos de Grimau y tantas otras víctimas? Nada de esto habría ocurrido si la estatua hubiese sido desmantelada en su momento, pero más preocupante que la permanencia del símbolo es la persistencia de detalles de la vida misma impregnados de una cultura franquista que afectan no sólo a los partidos conservadores sino a otros muchos estratos: el miedo a la discrepancia, la cultura del padrino , el despotismo democrático o esa mirada temerosa hacia quien milita en un sindicato o discrepa del poder. Aprovechemos el impulso y acabemos con ese franquismo que la hiperelogiada transición no fue capaz de derribar.

*Profesor y activistade los Derechos Humanos