El próximo 26 de febrero (y lo digo con tiempo, por si alguien quiere planear un viaje) se celebrará en Villanueva de la Sierra la Fiesta del árbol, declarada hace dos meses Bien de Interés Cultural por la Junta de Extremadura.

Celebración simpática como pocas, su origen se remonta a 1805 y está relacionada con la tradición ilustrada (y afrancesada) de los árboles de la libertad.

Se considera la fiesta medioambiental más antigua del mundo. El estado de Nebraska, que se arrogaba la primacía de una fiesta del árbol, desde 1872, tuvo que reconocer que los extremeños se le habían adelantado por unas cuantas décadas. Durante esta fiesta se plantan árboles autóctonos en los alrededores: robles, encinas, castaños, abedules, olivos...

Lejos quedan aquellas décadas aciagas del franquismo en que nos repoblaron con eucaliptos, árbol de las antípodas. Tiene en España el árbol el valor de lo que no abunda y que para colmo sufre periódicamente la devastación de los incendios.

Félix Rodríguez de la Fuente, aquel magnífico poeta de la naturaleza, que gracias a que adornaba con detalles ficcionales sus reportajes fomentó el ecologismo e hizo documentales inolvidables para nuestra generación, comenzaba uno de ellos afirmando que «en tiempos históricos España fue un paraíso forestal. Un águila imperial, la reina de las aves de nuestros bosques, hubiera podido sobrevolar la península Ibérica sin dejar de sobrevolar un infinito manto verde».

Y todos conocemos aquel dicho de que antes una ardilla podía recorrer España desde Gibraltar a los Pirineos brincando de rama en rama. Pero ni hubo ese paraíso ni a la ardilla le hubiera quedado más remedio que tocar tierra. Ya Plinio el Viejo, en el siglo I, hablaba de los «montes Hispaniorum, aridi sterilesque». Cuando Don Quijote decide que quiere noquear a gigantes a troncazos y que «de la primera encina o roble que se me depare pienso desgajar otro tronco, tal y tan bueno como aquel que me imagino», tienen que pasar horas caminando hasta que el valeroso hidalgo encuentra uno.

Se hallaban por Puerto Lápice, y la Mancha estaba ya tan despoblada de árboles como ahora. Y con todo, cuanto más hermosas son las dehesas que los tupidos bosques uniformes de Hesse o Moravia. Nunca olvidaré aquella conversación con Thomas Jung, experto mundial en patologías forestales con quien coincidí en el extinto tren Lusitania y que pasó un año en Extremadura investigando este ecosistema único, entre encinas y alcornoques. Como los baobabs de las sabanas, cada árbol con su espacio en torno tiene una personalidad propia, y dan ganas de festejarlos y, si me apuran, hasta de ponerles nombre.

* Escritor