Con cierta frecuencia se abre un debate sobre qué hacer con El Valle de los Caídos, ya convertido en el símbolo de todos los símbolos del franquismo. Las opciones que se retoman pasan una y otra vez por otorgarle un sentido de paz, de concordia, de encuentro. Un lugar que represente a todos, no sólo a una parte. Pero nunca avanza. Tampoco lo ha hecho ahora. La propuesta esta vez era concreta y atañía a la figura máxima del régimen totalitario que lo construyó: el dictador Francisco Franco. Sacar su cuerpo, que está enterrado en un lugar privilegiado de la basílica del complejo y devolverlo a su familia, era el primer paso como detonante del cambio. Pero, dicen, hay muchos escollos para hacerlo. Entre ellos el ser un lugar de culto. Es decir, la Iglesia.

Resulta muy difícil explicar a un extranjero qué es el Valle de los Caídos. Cómo explicar por qué existe (y se mantiene tal cual) un lugar en el que se alza imponente, e imperturbable, una cruz de hormigón y cemento de más de 200.000 toneladas y 150 metros de altura que rememora el levantamiento, la guerra que desencadenó y el régimen totalitarista que la instauró. La inmensa cruz como guinda de un conjunto monumental en cuya construcción participaron 20.000 hombres, muchos de ellos cautivos de guerra republicanos y prisioneros políticos. Entre sus piedras yacen los cuerpos de muchos de ellos (se cifra en unos 12.400), en un lugar mucho menos privilegiado, incluso sin nombre. Otra fosa común, quizá la mayor de todas, irrecuperable para las familias que nunca los quisieron allí. Como esos miles de cuerpos sin identificar en nuestras cunetas. Pero, ¿para qué remover heridas? ¿Para qué cambiar nada? Como cualquier símbolo es sólo la punta de un enorme iceberg.

Cuánto cinismo. Es obvio que esas heridas están abiertas, pero sólo sangran para los derrotados. Que sigan llorando y dejen a los demás en paz. Que olviden lo que pasó y no pidan cambios. Que no recuerden, que no remuevan. Que callen. Escollos, dicen.

Hace unos 60 años que el Valle de los Caídos fue construido por orden y deseo del mismo dictador que hoy se aferra a su tumba privilegiada, desafiando a una democracia que agacha la cabeza. Y lo hace gracias a los que estamos aquí y ahora. Son nuestros políticos, nuestro Gobierno, los integrantes de la Iglesia quienes lo permiten. Esto ya se ha hecho en otros países, en otras ciudades con representantes del franquismo. Así déjense de obstáculos. Es necesario hacerlo, como lo es darle vida a la memoria histórica. Aquí que sólo falta voluntad, no lo disfracen más. Porque la realidad es que ese monumento continúa altivo, con su seña de identidad original intacta, como en aquella historia del Cid, aupado por demasiados que ven en su permanencia la victoria segura, la estabilidad de su poder y de sus privilegios sobre el resto.