No podemos saber si ella estaría de acuerdo, pero si a cualquier escritor le gusta ser reconocido, este está siendo un año estupendo para que muchos de los que solo conocían a Gloria Fuertes por sus aportaciones a la literatura infantil ahora la vean como lo que fue, una autora completa y una personalidad fascinante que se paseaba por la España de la posguerra en bicicleta, pantalón y corbata. No tenía estudios universitarios, no era considerada intelectual, fumaba, vestía como si fuera un hombre, y forma parte de esa extensa nómina de mujeres no incluidas en las antologías.

Nuestros alumnos solo conocen los poemas infantiles de una mujer alabada por los postistas, por Gil de Biedma o Villena. Yo misma conocía tres facetas de Gloria, como tres compartimentos estancos, que no parecían tener relación, y este centenario ha contribuido a unirlas. Había leído con mi madre Las tres reinas magas, conocía algunas de sus glorierías y apenas me había acercado a sus poemas sociales, como la crítica tan actual a los desahucios. Desconocía que había fundado revistas, la primera biblioteca circulante para niños, que favoreció la carrera de poetas jóvenes o que recitaba con Carmen Conde.

La Guerra Civil marcó su vida y su obra. Habla del dolor, del hambre, del amor, de los obreros, de ovejas que pacen sin atreverse a levantar la cabeza, de la soledad que invade todo. No hay que despreciar su obra ni reducirla a escritora infantil, aunque en este campo su aportación es mayúscula.

Hizo fácil la literatura infantil hasta entonces encorsetada. La hizo coloquial. La acercó a los niños. Pero Gloria Fuertes es más que todo eso. Una isla. Un personaje. Una deuda que tenemos sus lectores con quien se atrevió a escribir y vivir por encima de las normas grises de una época poco propicia a la ternura. Y es justo que esa deuda la estemos pagando ahora.