WAw l comprometerse a cerrar la cárcel de Guantánamo, el presidente electo de Estados Unidos, Barack Obama, se obliga a llevar de nuevo a su país por la senda del respeto a los derechos humanos y, al mismo tiempo, a transitar por un camino lleno de obstáculos en el que coinciden los partidarios de la mano dura con las aristas jurídicas que presenta la operación. El "fuerte mandato por el cambio", que es como Obama ha definido su victoria del 4 de noviembre, es la gran herramienta política del próximo presidente. Frente a ella se alza el aparato ideológico de los ´think tank´ (laboratorios de ideas) conservadores, que siguen defendiendo la necesidad de mantener un programa de detenciones preventivas de enemigos potenciales.

La decisión de declararse culpables de planear los atentados del 11-S tomada por Jaled Cheik Mohamed y otros cuatro detenidos en Guantánamo suma más complicaciones a un asunto por demás enrevesado. Porque, al autoinculparse, estos radicales islamistas obligarán a la Administración entrante a decidir entre instruir un proceso penal convencional a partir de cero o aceptar, al menos en este caso, que funcione una comisión militar ad hoc, remedo de tribunal que violenta la tradición jurídica y las garantías procesales inseparables de la historia de Estados Unidos. Y aun dando por supuesto que Obama y su equipo den con una solución aceptable para solucionar el asunto, quedará por resolver cuál es el destino de la mayoría de los 250 presos que quedan en Guantánamo contra los que no se ha presentado cargo alguno.