TCtomenzamos nuestra andadura por esta tierra en un nido que nos proporciona la Seguridad Social, llorando a moco tendido, compitiendo con otros llorones. Luego nos pasan a una cunita que no se sabe por qué suele estar del lado en el que duerme la madre. Pasamos allí unos meses procurando no dejar dormir a nuestros progenitores. Que si los aires, que si los dientes, que si el hambre. Hasta que un día los ojerosos padres nos envían a otro dormitorio en el que nos espera un individuo que aseguran que es de la familia pero no está muy claro, pues aprovecha cualquier circunstancia para darnos una colleja, quitarnos un juguete, ponernos la zancadilla y culparnos de los desaguisados que lleva a cabo.

Nada extraño es que tengamos la necesidad perentoria de poseer una habitación para nosotros solitos. Con su mesita, su ordenador y su cajón con llave al que solamente tienes acceso tú. Bueno, y tu madre, que no hay cajón que se le resista.

Claro que esto es una moda a la que muchos no tuvimos acceso. Porque en otros tiempos no es que carecieras de habitación individual es que ni siquiera tenías cama individual. En cada cama dormían dos al menos. Y si dos compartiendo sábanas y mantas, y botellas de agua caliente, era digno de las mejores batallas habidas a lo largo de la historia, imagínense lo que sucedía cuando dormían tres juntos. Dos arriba y otro a los pies. Nunca se habrán repartido tantas patadas y tan bien dadas, nunca se habrá luchado con tanto afán por un trozo de manta, por arrimar la botella de agua caliente y por conseguir que las sábanas llegaran hasta el cuello.

Era muy entretenido, la verdad. Y sobre todo aprendías a sobrevivir tú solito.

*Profesor