El próximo miércoles acuden a las urnas los holandeses. Según todas las encuestas, el cínicamente llamado Partido por la Libertad (PVV), la ultraderecha xenófoba de Geert Wilders, que llama «escoria» a los inmigrantes marroquíes y quiere la salida de la Unión Europea, logrará un gran resultado.

Aunque seguramente no sea el partido más votado y es imposible que pueda formar gobierno, su discurso ya va impregnando a los conservadores moderados. Parece que queda poco de aquella Holanda que, cuando yo era adolescente, nos parecía el país a la vanguardia como sociedad.

Un amigo y compañero de clase, de madre holandesa, se vanagloriaba de cómo su segunda patria asumía sin complejos los avances.

Desde la marihuana a la eutanasia o el matrimonio homosexual, Holanda, más que los países nórdicos, nos llenaba de admiración por su tolerancia, tanto como por el buen fútbol de los descendientes de la naranja mecánica de Cruyff, ya fuera su Barça, el Valencia de Guus Hiddink, o el Milán de Ruud Gullit y Marco van Basten.

Un país de gente amable y relajada, que se desplazaba en bicicletas por sus ciudades y en autocaravanas por toda Europa pues su país, de la extensión de Extremadura, se les quedaba pequeño. En mi año como Erasmus en Francia fui con otros amigos extremeños (Emilio, Fernan, Alicia) a Ámsterdam, pasando de largo por la aburrida Bélgica, por la que no sentíamos ningún interés.

Nos encantó la ciudad, desde sus canales a sus museos con Rembrandt y Van Gogh, con sus exóticas tiendas de antillanos y su no menos exótico distrito rojo. Nos acompañaba un estudiante marroquí, que quedó gratamente sorprendido de la integración de los musulmanes («aquí los árabes son felices»), tan distinta a la situación en Francia, donde Jean-Marie Le Pen agitaba el fantasma de la delincuencia de los norteafricanos y pasaría a la segunda vuelta de las presidenciales.

Dos meses después, nos encontramos en la residencia de estudiantes al par de vecinas holandesas en estado de shock por el asesinato del político ultraderechista Pim Fortuyn. «En nuestro país no había pasado nunca algo así», decían con una ingenuidad y ñoñería sorprendentes para nosotros, que nos encontrábamos con un asesinato de ETA cada par de semanas. Eso de matar a alguien por sus ideas no pasaba en su país de las maravillas, y era cosa de atrasados. Es fácil ser tolerante cuando se vive en la seguridad y la abundancia. Síntoma del retroceso conservador que nos asola, Holanda, que tras independizarse de España a finales del siglo XVI fue lugar de refugio para miles de judíos que huían de la Inquisición, no es ya el país que nos encandilaba por su modernidad y su apertura.