Vengo esta mañana a dar las gracias, desde la emoción y la gratitud, con el respeto y la admiración para todos los profesionales que hacen bien su trabajo en los hospitales y centros de salud extremeños. Vengo de vivir una experiencia dura, un desierto nuevo a causa de la enfermedad de mi padre y sé que a mi familia le queda más arena en el camino, pero en estos días he aprendido cuánto tenemos que estar orgullosos de quienes nos cuidan en la sanidad pública. Sí, sé que cada uno cuenta la fiesta cómo le va. En mi caso, he aprendido a saber de lo ingrato que puede ser no ver correspondido el trabajo hacia el otro, de lo brutal de convivir cada día con vidas estropeadas, las que se pierden y las que recuperan la luz que necesitamos. No sabría qué decirles hoy para expresar el agradecimiento hacia quienes nos han dado un rayo de esperanza. No salimos victoriosos, solo conservamos la confianza en que todo podrá ser mejor. Pero para llegar hasta aquí, quién sabe lo que nos espera a partir de ahora, hemos recorrido calles oscuras, momentos de incertidumbre y algunas tormentas que, finalmente, amainaron. Nos quedan más tareas que hacer ya en solitario, pero atrás, grabadas muy dentro, guardo las noches como en casa con las enfermeras de Medicina Interna del hospital San Pedro de Alcántara de Cáceres --sois muy grandes, chicas-- y la labor diaria y constante de los médicos por buscar la recuperación. No suelo utilizar este espacio que me regala este diario para asuntos personales, pero me siento, disculpen, en la obligación de exteriorizar mi profunda admiración por todos. Ojalá la vida nos lleve muy lejos para guardar siempre estos momentos como otra prueba superada, sin más dolor que el de vernos tan vulnerables ante la enfermedad. Solo por lograr haber escalado esa montaña acompañados merece la pena este agradecimiento, desde quien sabe cierto que, más pronto que tarde, nuestra vida estará en manos de otros. Mil gracias.