La sensación de crisis en el seno de RTVE crece al mismo ritmo que la impresión de que la reforma de la radio y la televisión públicas se hizo sin apenas reflexión. Desde que un ERE adelgazó la plantilla de la corporación se han sucedido los cambios, incluida la supresión de la publicidad, hasta llegar a la huelga de ayer, en cuyas causas coinciden un análisis acertado de la repercusión que puede tener en la casa la externalización de servicios con dosis de corporativismo nada desdeñables. Mientras, nadie es capaz de explicar con un modelo contable preciso y detallado la viabilidad de una RTVE sin anuncios y cumpliendo los cometidos que se estiman propios de un grupo de comunicación de titularidad pública. La tentación de ocultar la cabeza bajo el ala de los índices de audiencia no hace más que ahondar en la crisis. Porque si la supresión de la publicidad ha mejorado al alza el share de la cadena, el aumento de espectadores es un éxito sin recompensa en su cuenta de explotación. Es más, cabe preguntarse durante cuánto tiempo puede RTVE mantener un ritmo de producción propia competitivo si no despeja su futuro financiero con hechos concretos. Más allá de las exigencias de Alberto Oliart, presidente de la corporación, de disponer de medios suficientes para afrontar la revolución digital y cumplir con la función de servicio público que tiene encomendada, hay que considerar la necesidad de cualquier Estado moderno de disponer de una ventana propia en el espectro radioeléctrico. En caso contrario, las cadenas privadas, muy favorecidas por el nuevo estatus de RTVE, se adueñarán del escenario sin oposición.